Desde mi ventana
Carmen Heras
Grita alguien en las redes: “no los votéis, dejarlos solos, que se estrellen” y el enunciado es tremendo por lo cruel. En lo que significa y presagia, por lo duro…
Los seres humanos tienen una capacidad extraordinaria para hacer daño. Véanse la cantidad de derrotas que la Humanidad enfrenta todos los días. Bajo el aspecto almibarado de las conductas late, una veces más fuerte que otras, el instinto destructivo. De personas, de objetos, de situaciones, de conductas. Porque quizás, las mujeres y los hombres siempre tienen miedo de las agresividades del entorno en el que viven.
A veces, lo que llamamos valentía solo es desesperación. En esos casos el desespero tiene que alimentarse de la sangre y las molestias de los otros. Para que el sufrimiento no sea individual sino comunitario. “Para que yo me llame Ángel González, para que mi ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo”, dice el poeta. Y añade más adelante: “de su pasaje lento y doloroso, de su huida hasta el fin sobreviviendo…yo no soy más que el resultado, el fruto…el éxito de todos los fracasos. La enloquecida fuerza del desaliento”. Melancólico poema, pero que sin duda refleja la gran verdad de la sangre, de que somos el resultado, como civilización, de enormes aciertos anteriores, pero también de grandes fracasos.
Se ve mejor en el espectro corto de las ciudades. El gran novelista Steinbeck, Premio Nobel de Literatura, esparció en sus novelas un sin fin de frases interesantes, fruto de su conocimiento del mundo. Una de ellas es la que define a la ciudad como un ser vivo: “Una ciudad se parece mucho a un animal. Tiene un sistema nervioso, una cabeza, unos hombros y unos pies…” Está viva, mucho más en conjunto que por separado. Solo así puede comprenderse su funcionamiento exclusivo, rayano en el autismo, que nada tiene que ver con el de otras ciudades, sus eternas reacciones al unísono, la casi forma idéntica de sus habitantes de enfocar la vida.
Por eso, cuando llegan los no nacidos en ella, únicamente tienen dos caminos a seguir: o se adaptan o se exilian, estos últimos en pequeños sistemas de parecidas atribuciones y recursos. Para no fenecer como tales, con sus privilegios y su indiferencia. Sin darse cuenta de la debilidad proyectada. Pienso en ello cuando contemplo a las “cuadrillas”, defendiendo (cada vez con más ahínco) lo exclusivo del lote, su pretendida altura ética, sus defectos, su protagonismo, su interlocución. La ciudad es un ejemplo perfecto de todo cuanto digo, pero el esquema se puede transferir a otros grupos humanos más grandes, como una autonomía o un país. O un partido, un sindicato. O un nacionalismo.
De tanto convivir solo con los allegados en intereses, de tanto miedo a los otros, con tanta soberbia insulsa, hemos perdido el sentido de la universalidad y con él, el respeto a los derechos elementales que hacen a las mujeres y a los hombres libres o al menos (porque ya sabemos que la libertad total no existe) serios aspirantes a ella. Sucede en el mundo de la política, pero no solo ahí, sino también en el de la universidad, en el de los medios de comunicación y en todos y cada uno de los estamentos sociales con los que nos hemos dotado para subsistir y crear civilización.
Flaco favor le hacen, quienes así actúan, a la evolución natural de las especies. De seguir de este modo, enrocados, egoístas y ciegos, sin expectativas para los diferentes, corren el peligro de desaparecer. Porque nadie los pretenderá. Que se las compongan (acabarán diciéndoles). Solos.