Desde mi ventana
Carmen Heras
La noticia del hallazgo de una falta de ortografía en los enunciados de un examen de Selectividad, ha traído a la palestra el absurdo debate sobre la exigencia académica (o no) de permitir (o no) los errores ortográficos en cualquier texto elaborado por alumnos. Y digo absurdo porque para mí tratar de evitarlos es una obligación y algo necesario. Forma parte de la preparación básica que cualquier persona no analfabeta debe tener.
Sorprendentemente observo en la opinión pública y académica dudas al respecto. Los acuerdos generales tomados por las instancias académicas para los exámenes de entrada a la Universidad, últimamente relatados por la prensa, convienen en lo necesario de evaluar en negativo las faltas en algunas asignaturas y no en otras. Al parecer, los profesores de matemáticas han dicho que ellos no son lingüistas y por lo tanto no deben dedicar su tiempo al control de estas carencias.
El planteamiento tiene una “lógica”, la de estos últimos por supuesto, si se lleva al máximo la extrema especialización en materias que hoy se da en el sistema educativo y la falta casi total de interrelación que los docentes practican en relación a las asignaturas que nutren sus clases. También, el consabido respeto de cada uno de ellos a la libertad de cátedra que exige para sí mismo y por tanto para los otros y el encuadramiento en unos horarios exactos, confeccionados de antemano al inicio de curso, que deben cumplirse. Hay un atisbo de una cierta comodidad en el desempeño de la tarea, porque no hay duda de que interaccionar asignaturas que tienen que ver unas con otras es bastante complejo y exige una buena conexión de los conocimientos de los enseñantes y una manera parecida de entender la educación básica para los chicos y chicas.
Hace mucho tiempo que la Administración (salvo honrosas excepciones) no cuida al enseñante, ni lo estimula, ni lo prepara en condiciones. Las distintas reformas educativas han dejado de ser objeto de sano debate interno entre quienes luego deben ponerlas en práctica, y por tanto han carecido y carecen de una interiorización real para ellos, reflejada claramente en la impartición de las clases; los cambios académicos tienen más que ver con la idiosincrasia del partido gobernante y sus propias “creencias”, que con una verdadera comprensión de las condiciones sociales de los alumnos a los que van dirigidos.
Pero todo lo anterior, a mi juicio, no debe servir de disculpa: ni el desánimo del enseñante ni la especialización con la que hoy las disciplinas se presentan. Como si el CONOCIMIENTO (con mayúsculas) no fuera uno solo, aunque se deba de “presentar en porciones”, a la hora de presentarlo al que no sabe; como si el manejo correcto de una lengua no fuera el instrumento básico para ello. Condición inexcusable para desenvolverse en la vida, objetivo básico de cualquier educación.
Yerran quienes creen que el hombre o mujer interesados en la ciencia no necesitan saber leer y escribir correctamente y que el interesado en Humanidades puede ser un completo analfabeto en asuntos propios de las teorías científicas. Aunque la aplicación más terrenal de la tecnología no haya ayudado mucho a las mentes menos reflexivas en ese falso planteamiento a ultranza de que, puesto que existen los ordenadores y una enorme facilidad de conexión a Internet y su datos, la elaboración de un real conocimiento en cada persona puede ser ajena a la existencia de un pensamiento propio, porque sean otros los que piensen por todos. Craso error.