Desde mi ventana
Carmen Heras
Cuando una persona se cría en un ambiente sensato, no hay sensatez más grande que la de los catorce años porque el conjunto de reglas, admoniciones, lecturas y hechos propios de la edad organizan una escala de valores a seguir. La experiencia posible hasta la fecha permite eso, y aunque las quimeras, deseos e incluso pesares íntimos de ese tiempo parezcan muchos, la trama del tejido es fiel, el cañamazo es firme y resiste. Luego, la vida va descolocando las teselas del mosaico, produciendo incidencias y contradicciones y aún con ello, conviene seguir, no desatarse. Mantener aquel punto de referencia.
Perdieron Nadal y Alcaraz en Paris, en las Olimpiadas, en su juego de dobles y hubo quien se alegró despectivamente de ello, pues es sabido que los humanos a veces disponen de la envidia donde “realizarse” y prefieren los fracasos de los otros para aliviar así un tanto los suyos. Esa envidia, disfrazada de desdén, ya saben, que finge objetividad y buenas maneras. En el ataque.
Una contempla las diferentes competiciones de los Juegos Olímpicos 2024 y sabe que detrás de cada uno de los gestos, cabriolas, encestes, etc., de los participantes existe mucha disciplina y cotidianidad en los ejercicios y múltiples repeticiones del protocolo para buscar lo máximo. Y hasta incluso, un obsesivo aburrimiento en las tareas, repetidas una y otra vez, bajo la batuta implacable de los entrenadores. Y un riesgo. El de que tanta dedicación no consiga los fines previstos, pues un mal día lo tiene cualquiera.
También en esto somos distintos los humanos. Están los concienzudos y dispuestos a enfocar su vida en un mismo asunto, una y otra vez y no parecen necesitar otras emociones, y luego están aquellos que las buscan, aquellos que precisan de la variedad en el gesto y la utopía, del proyecto variado, plenos de curiosidad por los miles de asuntos que muestra la vida.
Las imágenes que vemos en las retransmisiones resultan muy variadas. Ganando o perdiendo, de los deportistas siempre he admirado, aparte de su tesón y sus éxitos, su contención en general de la que los olímpicos representan la excelencia. Salvo casos extremos y desgarradores en el triunfo o en el fracaso la gran mayoría opta por controlarse. Como si no importara tanto la victoria (“si puedes conservar tu cabeza en calma…serás hombre hijo mío” ya dijo Rudyard Kipling).
Y luego estamos los espectadores. Una minoría observándolos en directo, los más en la televisión. Resulta sorprendente (o quizá no tanto, en este mundo tan publicitario) el que unos Juegos Olímpicos sigan teniendo tan buena acogida en nuestras apreciaciones vitales, pese a lo destrozados que están los valores que encarnan desde la época en la que al Barón de Courbertain, se le ocurrió la muy feliz idea de organizarlos. Un perfecto diálogo entre naciones (escribió él) encauzado bajo el prisma del deporte, su mérito y solidaridad.
Dicen que no hay mejor espíritu para la vida que el deportivo. Desde luego. Amén, amén, amén.