Desde mi ventana
Carmen Heras

La costumbre de hacernos regalos por estas fiestas crea adicción y bien que lo saben los comerciantes que engalanan sus escaparates con guirnaldas y otros adornos, para así obligar a pararse al viandante, al menos, a mirar. De la mirada a la compra hay un camino que tiene que ver con el poder económico de quién mira y con su aceptación -mayor o menor- de las reglas del juego. Las reglas del juego, hoy en boga, reiteran que el cariño  va en función de los regalos que te hagan los demás. Muchos regalos significa mucho cariño; por tanto, si apenas te regalan, no te quieren.

Yo he sido una niña muy amada por sus padres. Mi equilibrio, sin duda deriva de ahí, de una familia amorosa que siempre me ayudó y que siempre estuvo cuando la necesité, a pesar de que en algunas ocasiones, y con decisiones tomadas por mí, no me entendieran. Y sin embargo cuando cumplí los diez años, mi padre me sentó en una silla delante de él y me dijo: “Eres ya una niña mayor, por tanto fuera los juguetes, a partir de ahora tendrás regalos, pero serán libros y cosas útiles. ¿Te parece bien?”. Y yo, no muy convencida, pero muy influenciada por el cariño que le tuve, dije: “Claro, papá».

Y así fue. Cuando he comentado la anécdota con otras personas, siempre me han dicho que fue demasiado pronto, que perdí años inocentes de la niñez, pero, créanme, yo no lo viví traumáticamente, como cuando, de idéntica manera, estando en la universidad, todos acatamos el mandato, no escrito, que impregnaba el discurso progresista de no caer en las debilidades burguesas del momento. Al seguirlo, los jóvenes evitábamos los lujos innecesarios, los ritos sociales en ceremonias personales y hasta los gastos absurdos en bodas, bautizos, o licenciaturas.

No sé si hicimos bien. Mi padre se quedó huérfano a los catorce años y hubo de hacer frente a esa realidad, y desde ahí construirse a sí mismo, sin más ayuda que su inteligencia y voluntad. Así que, adulta yo, entendí perfectamente su comportamiento. En el extremo opuesto, hoy, observo el despliegue de gastos en cualquier ceremonia, independientemente del poder económico de quienes los hacen, en ocasiones quitándolo de otras necesidades más prioritarias, y no puedo evitar pensar si la actitud de muchos de nosotros -renunciando a los gastos superfluos- fue absurda, o tuvo ninguna capacidad de impregnación en una sociedad a la que muchos hemos contribuido a hacer igualitaria, para a la postre ver como a los niveles inferiores existentes (en lo económico o intelectual) lo que les interesa de verdad es repetir los patrones de las clases sociales que tanto los despreciaron. Y hacer como hacen ellas. Y sí, ahí los tienen. Todos imitando a los poderosos, los de sombrero en la cabeza. Porque nadie desea ser confundido con las clases bajas. Y si no me creen, les narro un hecho real: el día en que el muchacho de una familia distinguida llegó tarde a la misa dominical, el padre, creyente fervoroso, le castigó, obligándole a ir sin sombrero durante una temporada, para que fuera confundido con la clase baja, la de los “rojos”.

¿Y ahora por dónde circula esta sociedad, tan mimética en gustos y aficiones?

Artículo anteriorJosé Mota, pregonero del Carnaval de Badajoz 2023
Artículo siguienteLos bancos del Paseo Alto de Cáceres lucen una nueva imagen

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí