El iceberg – Microrrelatos
Víctor M. Jiménez

Cuando colgó los hábitos, por obligación que no por deseo, un fantasma terrible se hospedó en su mente y comenzó a beber su esencia. Perdió el apetito por todo aquello que siempre le había gustado. Cambió lo más sabroso por lo ligero e insípido, lo culto por lo banal, la sabiduría por la torpeza y la salud por la enfermedad.

Su carácter se agrió y las raras veces que iniciaba conversación, lo hacía con palabras entrecortadas y podridas. Rechazó las manos y, con arrogancia y orgullo, se refugió en las sombras imperfectas del pasado. Jamás llegó a pensar que necesitaba ayuda; cualquier muestra de cariño se le antojaban gestos de misericordia inaceptables.

Huía de los rayos del sol, también de la luz de la luna en la noche. Odiaba las madrugadas y todo lo que oliera a nuevo. No podía soportar el presente y esperaba los días venideros como el que, sin remedio, aguarda la pena capital. Dormitaba durante horas, sumergido en un letargo en el que pretendía anestesiar los sentimientos y sedar el alma.

El fantasma, cruel y metódico, no tardó mucho en devorarlo. Pronto quedó arrugado, como una uva pasa. Su cuerpo se encorvó y su existencia se limitó a lo mínimo, sin otra meta que morir.

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