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Cánovers /
CONRADO GÓMEZ

Acercó la nariz al espejo. Sintió el contraste del frío con el calor magmático que exudaba su cuerpo. Gustaba de esas duchas con agua ardiendo. La piel a veces enrojecía bajo el chorro del mango desmetalizado. Pensaba que su vida sería distinta al pisar la alfombrilla que aguardaba, mugrienta, a que sus pies escurrieran las gotas que avanzaban en una carrera de espermatozoides. Durante las últimas noches, un sueño recurrente poblaba su subconsciente. El tiempo se le acababa. Todo lo que había ido postergando, decisiones, conversaciones, reencuentros, se precipitaba al abismo. Solía mirarse en el espejo para tomar conciencia de sí mismo. La persecución de la sabiduría —desde los filósofos griegos hasta los científicos contemporáneos— consistía en el dominio del yo. Creía que estaba muy cerca de saber quién era. Algo en lo que la mayoría de sus amigos y conocidos no perdían ni un triste minuto. Las decisiones que no había tomado empezaban a pesar. Convencido de que el ser humano está preparado siempre para justificarse, esa mañana tomaría sus últimos días como si de verdad acabaran. Siguió mirándose fijamente al espejo, mientras se atusaba el pelo con la mano agarbanzada por la humedad.

La felicidad se componía de esos pequeños remiendos del presente aderezados con los sueños que uno va abandonando en el camino. Lo absoluto no es elegir, sino dividirse en senderos complementarios que van a lugares distintos

Pensó en cuántas veces no dijo lo que pensaba porque siempre aguardaba a ese instante perfecto, redondo, que traería el momento propicio. Cuántas veces no dijo un “te quiero” o un “te echo de menos” porque su hombría sería sacrificada en pro de la sinceridad. Cuántas vidas dejó de vivir porque estaba atrapado en el presente cómodo. La felicidad se componía de esos pequeños remiendos del presente aderezados con los sueños que uno va abandonando en el camino. Lo absoluto no es elegir, sino dividirse en senderos complementarios que van a lugares distintos. Amaba profundamente a su mujer, pero nunca sabría que hubiera pasado si no la hubiera conocido. Se refugiaba en la cordialidad del confort, en la rutina plácida de la cadencia esclavizante de su maldito segundero.

Sacó el móvil del bolsillo y decidió ponerse en contacto con aquellas personas que habían sido importantes en su vida y que el tiempo y la distancia se las habían arrebatado. Si mañana muriera sería un azucarillo que se disuelve indiferente. De repente, esperaría a que las cosas se fueran reubicando como si el universo tuviera algún tipo de justicia poética. Como si el tetris respondiera a algún tipo de arquitectura divina. Como si la vida no fuera un juego.

 

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