José Cercas

Hay una Extremadura visible y otra que apenas se menciona. La primera es la de los paisajes, las cigüeñas y las encinas que tanto gustan a los viajeros; la segunda, más profunda, es la que habita en la memoria de quienes nacimos en sus pueblos, donde la vida se confunde con el polvo del camino y la muerte tiene aún el mismo rostro que tenía en la infancia.

De esa Extremadura interior vengo yo: un territorio sin grandes gestas, pero con una dignidad antigua; un lugar donde la gente se muere con la misma serenidad con la que siembra o se santigua. Allí aprendí a reconocer la luz —esa que cae con lentitud sobre los tejados—, y a entender que el tiempo pasa no solo por los años, sino también por las ausencias.

En aquel pueblo, el de la misa de domingo, el del maestro severo y la enciclopedia Álvarez, uno aprendía pronto que la historia también se escribe en los márgenes. Que entre el vecino de izquierdas y el de derechas caben la amistad, la desconfianza y el respeto, y que en ambos habita la misma necesidad de pan y esperanza.

Los carros, las vacas y los melocotoneros se fueron borrando del paisaje, igual que la inocencia. Pero quedaron el olivo, el columpio y la costumbre de resistir.

Hoy, cuando miro hacia esa Extremadura interior, sé que no hablo solo de un lugar. Hablo de un modo de estar en el mundo. De una ética discreta, de una forma de mirar la vida sin aspavientos.

Allí aprendí que la poesía no está en los libros, sino en las manos que siembran, en el humo del hogar, en la voz de los viejos que siguen nombrando las cosas con palabras gastadas.

Nací en un pueblo de la Extremadura interior.

Y, por mucho que el tiempo me empuje hacia otros horizontes, sé que sigo habitando en él, como quien guarda dentro la patria más humilde: la del alma.

Artículo anteriorSergio Ramírez gana la VI Bienal de Novela Mario Vargas Llosa con ‘El caballo dorado’

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí