c.q.d.
Felipe Fernández

Me dicen de fuentes bien informadas que muchos grupos telemáticos están teniendo problemas a la hora de afrontar esta crisis. Me dicen que algunos, incluso, pierden participantes, si no acaban definitivamente disueltos. Insisten en que “es inaceptable la falta de respeto ante opiniones distintas”. Perseveran una y otra vez en la importancia de dedicar esos grupos a asuntos más livianos, más lúdicos, más llevaderos, obviando la realidad que nos rodea para la que, repiten concienzudamente, ya habrá tiempo de examinar y criticar. Y es que, los mensajes a través de la red y los grupos que se forman alrededor, los carga el diablo. Los españoles, como buenos latinos, nunca hemos necesitado terapias profesionales. Acostumbrados a quemar nuestras naves y ahuyentar los demonios apoyados en una barra, hemos hecho de las relaciones sociales y las conversaciones –aparentemente– intrascendentes el mejor tratamiento contra los desacuerdos y las discrepancias. Nos hemos conjurado contra determinados males levantando la voz para reforzar nuestra opinión mientras pedíamos otra ronda. Por eso echamos tanto de menos las citas semanales con nuestro grupo —real, no telemático— en las que resolvíamos sin límite de tiempo todos y cada uno de los problemas de la vida, buscando y encontrando casi siempre la excusa perfecta para retrasar la hora de la retirada. Nada puede sustituir la presencia, los gestos, las risas, la última historia bien contada. Cuando la comunicación prescinde del canal que le es propio, es necesario un esfuerzo de generosidad muy grande, quizá excesivo, para ponerse en el lugar del otro, para captar su indignación, para compartir su preocupación. Nuestros comportamientos, nuestra opinión ante determinados acontecimientos, nuestras expresiones y gestos son una herencia de nuestro entorno. En realidad, nos abastecemos de todo lo que somos capaces de observar y repetir, sea para imitarlo, sea para contradecirlo. Si como dice Lemaitre, “El escritor es una persona  que encadena citas quitando las comillas” los humanos somos, en general, repetidores en parte o en todo de lo que vemos alrededor. Nunca comprenderemos los mecanismos que nos llevan a tolerar o no, a defender o no, a comprender o no las posiciones que adoptamos en la vida. Las influencias que determinan tal o cual opinión son tantas y tan distintas que, por sí solas, podrían justificar que en una misma familia, con el mismo padre y la misma madre, con la misma educación
—aparentemente— e incluso con largos años de convivencia en común, se generen valores y principios muy distintos, a veces contrapuestos. Ninguna máquina por muy moderna que sea podrá entender nunca eso. A veces, ni siquiera los humanos.

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