La amistad y la palabra
Enrique Silveira

O tempora, o mores . Si compartiera nuestros días, Marco Tulio Cicerón podría reutilizar las famosas palabras incluidas en la primera Catilinaria, obra dedicada a la reprobación de Lucio Sergio Catilina, y que fueron pronunciadas ante el Senado romano al que ambos pertenecían en los estertores de la República. ¡Qué tiempos, qué costumbres!, mostraba con esa expresión la zozobra que observaba en la política de Roma, sujeta siempre a las ambiciones de los que, como también él mismo, anteponían el bien propio al común. Política aparte, el orador latino podría asombrarse en la actualidad con los necesarios cambios a los que nos ha obligado un invisible pero taimado enemigo, más dañino aún que el convulso Catilina y sus secuaces. Nuevos tiempos que requieren nuevas costumbres; primero, el uso de palabras de difícil ensambladura en nuestras conversaciones cotidianas como pandemia, confinamiento o desescalada; después, la adaptación al Estado de Alarma que solo habíamos visto en el cine y considerábamos ficción increíble; por último, la asunción de hábitos que ni teníamos ni imaginábamos que llegaríamos a adoptar.


De todos ellos, la obligación de no salir de casa y el distanciamiento social son los peores. Hay días en los que no ves el Sol, no respiras otro aire que el de tu salón y vistes con arreglo a tu comodidad, pero resultan tan apreciables como los más agitados; esa satisfacción proviene de que se han producido por cansancio, apatía o desgana sin que nadie te haya obligado. Otra cosa es que te impongan el encierro, por mucho que sea una necesidad imperiosa, y ello te conduzca a situaciones inéditas, como que al sacar la basura al rellano recuerdes a Sigourney Weaver en Copycat incapaz de cruzar el umbral de su apartamento, presa de la agorafobia, para recoger el periódico que han dejado metro y medio más alejado de lo habitual. O que te cruces en la compra —una de las escasas salidas legítimas si no se te considera esencial— con personas a las que abrazas con frecuencia y a las que ahora saludas con vacilaciones, como si el último encuentro hubiera acabado en una afrenta singular. O zigzaguear en la calle para asegurarte de que entre las personas que se cruzan contigo y tú se establece la distancia reglamentaria que impide al virus cambiar de alojamiento y corromper tu salud.


Eso de incluir nuevos vocablos en tu particular mochila lexicográfica no deja de ser un beneficio, por mucho que se usen de virus en virus, porque ese enriquecimiento nos permitirá comunicarnos mejor y ello nos acercará a los que nos rodean. Además, en el futuro esta desgracia se deberá explicar con la terminología adecuada a aquellos que no la conocieron en las propias carnes.


En cuanto a asumir nuevas rutinas, bienvenidas sean si aterrizan para mejorar nuestras existencias. No pasa nada por lavarse las manos más a menudo de lo normal; leer de nuevo puede convertirse en una alternativa de ocio, más allá de las imágenes que tan fácilmente se cuelan en tu mollera sin apenas esfuerzo (¿cuánto hacía que no acababas una novela?); ahondar en la conversación, compartir la gimnasia casera, emular a los cocineros más afamados sin miedo al ridículo, reencontrarte con viejas fotos, hacer abdominales que no sirven para levantarte de la cama o aligerar ese armario que hace muy poco parecía imposible de llenar se postulan como actividades que se podrían incorporar de nuevo a nuestra usanza.

Quousque tamdem abutere, coronavirus, patientia nostra? Hasta cuándo, coronavirus, abusarás de nuestra paciencia. En estos tiempos, si Cicerón pudiera aleccionarnos con su sabiduría, cabría la posibilidad de recurrir de nuevo a sus escritos. Bueno, con ligeras modificaciones.

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