La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Los humanos tendemos de una manera un poco obsesiva a establecer rutinas que organicen nuestra existencia. Solemos utilizar los mismos itinerarios, ubicarnos en los mismos emplazamientos, saludar con estereotipos u obcecarnos en el uso de un color. Con esta tendencia se tiene la impresión de que el devenir diario se desplaza sobre los carriles pertinentes y nos reporta la benefactora tranquilidad sin la que el sueño se concilia peor. Con las cuantificaciones pasa un poco lo mismo: propendemos a los números redondos porque parecen más contundentes, son más fáciles de recordar y dejan un regusto de acuerdo redondo, impecable.

Durante la infancia los progenitores jamás te reprenden con un número demasiado exacto (¡te he dicho cincuenta y tres veces que recojas tu habitación!), así parecería más una instancia que un rapapolvo, pero si usan el tajante cien, sabes que la intervención materna precede a la imposición del castigo por la proverbial dejadez del adolescente.

No produciría en el lector la misma viva impresión si el bergantín de Espronceda dispusiera de setenta y seis cañones por banda, que siguen siendo muchos, pero no aterran tanto como los cien que asomaban por la borda del famoso barco y que hacían de él un enemigo imponente. García Márquez transmitía verdadera desazón ya en el título de su más conocida novela; la soledad atormenta al ser humano en pocos días, si se alarga cien años más se asemeja a un castigo bíblico que a una época de infortunio.

Cumplir cien años no representa mucho mayor mérito que llegar a los noventa y cuatro, pero el que los alcanza pasa a pertenecer a un exclusivo club en el que solo se puede ingresar siendo un campeón de la longevidad, da igual cuáles hayan sido tus méritos o el patrimonio que hayas acumulado. A partir de ahí, importan menos los años que aparezcan en tu lápida: como tú hay pocos. Incluso es un buen año para morir, que ya pocas expectativas se tienen y cada vez que se te rememore, todo el mundo conocerá el tiempo que anduviste por este mundo.

Ya sé, paciente lector, que he vuelto a abusar de ti y te preguntarás a qué viene tan extenso preámbulo: el que lees es el centésimo artículo que este humilde juntaletras publica en Avuelapluma. Parece muy próximo, pero ya ha llovido desde aquel día en el que Conrado (has de revelarme el secreto de tu capacidad emprendedora, seré una tumba) me propuso asomarme a esta publicación que ya se ha convertido una seña de identidad de la sociedad cacereña, un balcón desde el que se puede analizar lo que acontece a nuestro alrededor y que sirve también -sin tapujos ni cortapisas- como tribuna para exponer opiniones, sentimientos, experiencias, vacilaciones, esperanzas…
 Alcanzar el centenario no resulta nada fácil: has de vencer a la pereza, a la impericia, a la falta de frescura y originalidad, a la irrefrenable tendencia a dejar muy pequeño el espacio que la publicación te dedica (perdóname Ana Sedano, otra vez), a los comentarios de los que no distinguirían un premio Nobel de la Hoja Parroquial y a la continua sensación de que lo ya publicado es manifiestamente mejorable.

Sumar un cuarto dígito a la serie requiere unas condiciones que se antojan difíciles: Sergio y Conrado deberían conservar ese impulso capaz de vencer a la peor crisis económica de la historia y a una pandemia de la que aún no se ve el final; los cacereños deberían continuar con la sagrada costumbre de coger de su expositor un ejemplar de Avuelapluma todos los lunes -si el papel vuelve a nuestras vidas-; este juntaletras y otros como yo habrían de seguir venciendo a todos los obstáculos que se interponen entre una hoja en blanco y una columna de un periódico…

Mejor vamos a por el bicentenario, que está bastante más cerca y también es una marca admirable…por eso de que nadie es eterno y tampoco hay que abusar.

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