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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Acosados, perseguidos, asediados, hostigados, acorralados, atosigados y, tras soportar con resignación esta larga lista de desventuras, molestos, importunados, inquietos, fatigados, hartos, en definitiva.

Este es el mundo actual en el que la publicidad ha conquistado un lugar preeminente, relevante. Ejerce una férrea dictadura de la que nadie puede librarse, aun cuando seas plenamente consciente de esa realidad cruel y urdas un intrincado plan para evitar sus efectos. Nadie se libra de la presencia indeseada y perenne del mensaje publicitario, vayas donde vayas, mires o apartes la mirada, escuches o selles tus oídos. La lucha, denodada o indolente, conduce inexorablemente a la derrota. No existe la posibilidad de someter a un enemigo poderoso e insensible, capaz y eficacísimo, demoledor, inhumano.

No sabemos con certeza cuándo nació, pero observamos impotentes su incontenible crecimiento, su lenta transformación hasta convertirse en leviatán, su establecimiento irremediable sin pasar por las urnas ni obtener el consentimiento de sus víctimas.

Despertarás antes de tiempo al escuchar las atronadoras voces del anunciante; dejarás de mirar la carretera atraído por la sugerente cartelería que puebla los márgenes de las carreteras; interrumpirás tu marcha para atender a quien te ofrece el folleto de turno que no leerás y acabará en una papelera que parece alejarse de ti como si gozara de voluntad; soportarás hasta el aturdimiento las prácticas de tus hijos que, recién llegados al mundo de la lectura, se ejercitarán sin descanso con los anuncios que inundan nuestras calles; desesperarás cuando encuentres una página indeseada, y no a tu columnista preferido, que parece tener vida propia y no hay manera de cerrar; dormitarás mientras esperas la conclusión del programa que ha despertado tu interés y que sufre un número inaceptable de interrupciones, de manera que olvidarás el contenido o claudicarás y te acostarás, vencido y decepcionado, sin conocer el desenlace.

Si muestras una ligera connivencia, les llamas para interesarte por sus productos… habrás cometido un error de incalculables consecuencias. Has dado pistas y te convertirás en víctima propiciatoria. Ya no tendrás calma; olvida tu intimidad. A partir de ese instante, tu comida será entorpecida por inagotables telefonistas que parecen autómatas y no requieren alimentación y descanso como nosotros los mortales; la siesta, el invento español de mayor trascendencia para la humanidad, dejará de existir ante las furiosas acometidas de la horda telefonera que enmascarará sus números para conseguir que dudes, descuelgues y ofrezcas tu atención; recibirás tal cantidad de llamadas que volverá a tu memoria aquel antiguo amor que, a base de telefonazos, intentó reconstruir la relación, pero solo consiguió acabar con tu paciencia. Y todo para presentar ofertas que ya conoces o que son significativamente peores que las que otros compañeros, tan ansiosos de obtener presas como tú, comunicaron antes, mientras liquidaban con estridencia ese sueño reparador que no hizo su función porque alguien a quien no recuerdas haber dado tu número realiza su trabajo sin compasión, inmisericorde.

Como a los cautivos, nos queda disfrutar de las menudencias de la vida, tras asumir la irremediable evidencia de la falta de libertad; como a los cautivos nos queda la asunción de un estado en el que gobierna un sátrapa incuestionable de omnímodo poder: la publicidad.

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