En la inolvidable escena de Gladiator, una de las mejores creaciones de Ridley Scott, Cómodo implora a su padre, Marco Aurelio, el último de los cinco grandes césares, para que este revoque su decisión de nombrar a Máximo su sucesor. Quiere saber cuáles son las cualidades necesarias para poder gobernar y si él atesora alguna de ellas. Marco Aurelio, el gobernante filósofo, el autor de las Meditaciones, que dedicó a su pesar la mayor parte de su vida a guerrear, responde entre sollozos, porque se siente culpable, con la enumeración de las virtudes cardinales que consideraba inexcusables para ejercer tan extraordinaria responsabilidad: prudencia, templanza, fortaleza y justicia. Obviamente, no había advertido ninguna de ellas en su vástago que se convirtió luego en una verdadera pesadilla para el Imperio, pero la Historia no busca la justicia poética como el cine, así que no hizo falta el truculento parricidio que sucede al cuadro anterior: sencillamente, como en la inmensa mayoría de las ocasiones, padre elige a hijo, porque la sangre es la sangre.

No es que en la época de los césares no hubiera inmundicias, pero la política ha ido ganando con el tiempo cotas de mezquindad desconocidas

No es que en la época de los césares no hubiera inmundicias ( las había en grandes cantidades), pero la política ha ido ganando con el tiempo cotas de mezquindad desconocidas. Es cierto que vivimos en la era de la información, inimaginable para los romanos, y que ahora conocemos detalles que en esa época se perdían en las cloacas, pero el mundo de la lucha por la supremacía se ha asentado en la miseria moral.

Del latín politicus y este del griego politikós, sirve el término para designar a los servidores públicos, es decir, aquellos que se proponen como los más cualificados para dirigir la sociedad. ¿Qué se necesita para ejercer tal oficio? Marco Aurelio lo sabía, pero si hubiéramos de exigir tales méritos a los políticos actuales ¿cuántos seguirían siendo merecedores del cargo?

Y es que esta tarea la puede desempeñar cualquiera. Puedes haber estudiado o ser el más iletrado del mundo; gozar de popularidad en tu entorno o ser un perfecto desconocido; destacar por tu mesura o ser un fanático; enarbolar la bandera de la honestidad o flirtear con el hampa trajeado; descollar por tu simpatía o ganar de calle el torneo de los adustos; vociferar o susurrar; cambiar de opinión según conveniencia o pactar con los descendientes de Belcebú, si tienen algo que ofrecer.

Da igual, el código deontológico de los aspirantes a mandatarios es muy permisivo y además puede modificarse a voluntad. Para incorporarte a tan egregia corporación no es necesario el designio divino, basta con caer en gracia en el sanedrín del partido, esa opaca parte de las agrupaciones dedicadas a la falsa filantropía en las que se cuece el bacalao y que públicamente se denomina el aparato. A partir de ahí se abre una inmensa bolsa de trabajo ( en torno a 350000 puestos bien remunerados, una gigantesca empresa) en la que todas las dedicaciones se parecen un poco, porque todas tienen en común la proximidad al poder, con todas las posibilidades que eso supone, para bien o para mal. Una vez alcanzado el primer peldaño, surgirá la oportunidad de asaltar el siguiente, en el que harás prácticamente lo mismo, pero estarás más considerado. Solo has de tener la firme voluntad de pelear denodadamente con los que quieren entrar, porque tú no quieres salir.

La amistad y la palabra / Enrique silveira

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