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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Miró Juan Gañán incrédulo al camarero que le ofrecía la carta de vinos. Nunca había visto una, no sabía de su existencia, pero pensó que se parecía mucho al listado de teléfonos de la capital, a la que solo acudía en la feria de ganado y alguna vez al “taller”, porque su cuerpo no podía enfrentarse con eficacia a las innumerables tareas de su rutina diaria por alguna indisposición. Pretendía que eligiese uno de entre la enorme gama que se ofrecía, todos con denominación de origen, nombres sonoros y rimbombantes y con un precio tan disparatado que dudabas si se pagaba una botella o una barrica entera. Acostumbrado a beber el pitarra de Valeriano, el de la tasca, que jamás preguntaba si le apetecía otra cosa cuando aparecía por allí, esta situación le produjo cierta inquietud.

Empeoró la cosa cuando otro camarero, tan elegante como el anterior, retiró la espléndida vajilla sin haberla utilizado, al tiempo que sugería platos que definía con tanta profusión de palabras que no sabía Juan cuándo acababa uno y empezaba el otro. Eso sí, nada concreto, porque tras la perorata no le quedó claro lo que se podía comer en ese local. Tampoco después de consultar la carta, tan amplia como los periódicos en los que se informaba de vez en vez de cómo iba el mundo, y en la que abundaban palabras que no sabía de dónde venían, pero que, desde luego, no eran español. Apenas había ruido, aunque el restaurante rebosaba; sus mesas lucían ricamente engalanadas y las personas que las ocupaban vestían con extraordinaria elegancia, comparadas con las gentes con las que Juan se cruzaba habitualmente en su pueblo. Podía haberse puesto el traje gris que solía llevar en las fiestas, pero no pensó que la ocasión requiriera tan altas exigencias; se trataba solo de comer.

Al cabo, encomendado a uno de los refinados camareros, calmó el apetito con una interminable secuencia de enormes platos que en la cocina no se habían esmerado en rellenar y de los que apenas pudo distinguir sus ingredientes. Saciado quedó, aunque hubieran repartido las raciones en siete recipientes cuando en su casa solo se habrían ensuciado dos, que eso facilita la posterior faena de limpieza.

Desconfiado, solo dejó las bebidas que sirvieron entre plato y plato; no tenía ni idea de lo que podían ser, si una variedad del vino que había ingerido con fruición desde que se acomodó o un refresco para aclarar el gaznate por si el morapio hubiera rascado más de la cuenta, que a veces pasa. Pero le extrañaba el uso de una cristalería tan primorosa para objetivo tan ramplón. Las dudas le hicieron desistir de probarlas. Poco después llegaron los postres, variados y multicolores, y como ordenan las normas del buen yantar, no dejó mucho en las bandejas.

Atiborrado se notaba cuando el primo Cándido, el que se fue de niño a Barcelona, cambió bruscamente de asunto y se refirió a las tierras de labranza que servían de sustento a Juan y a su familia. No se veían desde hacía muchos años y la invitación le había sorprendido sobremanera. Ahora todo parecía aclararse. Había escuchado que andaba buscando un lugar en el que erigir un hotelito donde podrían refugiarse sus conocidos de la ciudad. Por lo que se ve no lo encontraba – al menos a buen precio – y entendió Juan que se había fijado en sus tierras para consumar sus planes.

Recordaba el lugareño que el hijo del tío Genaro no había asistido al entierro de sus padres, muertos casi a la vez porque juntos iban siempre; durante la comida le había llamado varias veces José, el nombre de su hermano, e ignoraba el de su mujer y el de sus dos hijos, que tenían el campo en el corazón, como el padre.

Su mirada rezumaba soberbia, displicencia y temeraria osadía cuando deslizó sobre la mesa un papel doblado en el que se presumía estaba escrita una cifra que nadie, si tenía la cabeza sobre los hombros, despreciaría.

Mirándole a los ojos devolvió Juan el papel, mientras describía la enorme felicidad que le reportaba trabajar aquellas tierras que antes labraron cuatro generaciones de su familia, esa que él había olvidado, y le explicó que no las vendería nunca, porque sabía que su corazón moriría poco después por mucho dinero que acumulara para sanarlo.

Eso sí, prometió Juan que la próxima vez que pasara por el pueblo que le vio nacer, correspondería con su invitación, porque es de ley. Seguro que los guisos de Pruden, la mujer de Valeriano, le alegrarían la panza y el espíritu. Después darían un paseo para que respirase ese aire que purifica alma y cuerpo al tiempo y que probablemente él desconociera porque no se puede embotellar.

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