La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Supe que debía ir al tanatorio cuando devolvimos a mi padre a la tierra. Hasta ese instante había utilizado todo tipo de pretextos que, usados con habilidad, dejaban mi imagen alejada de la verdadera razón de mi ausencia: la falta de valor para enfrentarme a la hora suprema, mezclada con la incomodísima situación de no saber qué decir para aliviar la tristeza de los afligidos.

Aquel día nos enfrentamos a una jornada de veintiséis horas en el tanatorio, por aquello de no poder despedirnos de nuestro ser querido un domingo, día incompatible con un entierro por una de las mil rarezas de la Iglesia. Veintiséis horas con menos minutos, no tantos segundos, porque estuvimos acompañados de muchos familiares y amigos que tardaron lo justo en llegar para hacer más llevadera la separación definitiva.

Desde entonces solo incumplo ese trance si no me entero del más triste de los acontecimientos, pues aquellas excusas, tan valiosas en su momento, se muestran ahora como las más banales de las evasivas y me avergonzaría su uso.

Pero no he sido capaz de solventar el segundo problema. No encuentro en nuestra lengua, ni creo que existan en las muchas que se utilizan en este mundo, las palabras exactas que comporten el consuelo de las personas que han tenido la desgracia de ejercer de anfitrionas en tan inhóspito lugar. He buscado entre las infinitas posibilidades de nuestro idioma y no he encontrado más que insufribles tópicos que seguro no conseguirán reconfortar a los que merecen un borbotón de ánimo y no las palabras más gastadas del diccionario.

Por eso resulta imprescindible huir como de la enfermedad de aquellas expresiones que jamás emigran del último lugar que visitaremos, por mucho que abramos ventanas y puertas, porque como salen entran sin pedir permiso al siguiente hospedador.

Nos parecen familiares todas y ninguna se acerca al descomunal sentimiento del que nos acoge : “No somos nadie” ( serán ceniza, mas tendrán sentido); “ la vida sigue” (pero no nos engañemos, ya no será la misma); “te acompaño en el sentimiento” (tanto dolor se agrupa en mi costado que por doler me duele hasta el aliento); “no me lo puedo creer…” (pulvis es et in pulverum reverteris)

No creo que tales términos puedan apaciguar a los que no son capaces de contener el llanto. Y es que encontrar palabras que se enfrenten con la máxima inquietud, con el tránsito inexcusable se antoja tarea de imposible cumplimiento.

“Una mirada entonces, una sonrisa bastan…” o un abrazo del que nunca se acerca, o un beso acompañado de un “te aprecio un montón, amigo”; quizás un silencioso paseo agarrado de su brazo, como lo harían los enamorados; una mano en su hombro que traslada una energía imposible de convertir en palabras; permanecer allí con él, porque no quiero que esté solo; una oración, si le reconforta, o una anécdota que siempre, incluso hoy, sé que le hace reír.

No podemos vencer al designio final, ni siquiera encontramos expresiones a su altura, pero aquí están mis ojos, mis labios, mi voz, mis brazos y mis manos… por si te valen.

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