La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Los nacidos en el 62 pasábamos mucho tiempo en la calle porque en ella aprendíamos muchas cosas que eran imposibles de descubrir en los libros que poblaban las estanterías, esas que apenas se ven en las casas del siglo XXI. Es cierto que nuestras casas familiares constituían el epicentro de nuestras andanzas y que notábamos el crecimiento al ampliar poco a poco nuestra zona de influencia. Aparte de los terrenos despoblados en los que jugar hasta caer rendidos, a nuestro alrededor abundaban las tiendas que ahora integramos en el llamado comercio de proximidad -aunque entonces no había otro- y los bares, tan numerosos que no podías recorrerlos todos en la misma jornada so pena de recibir una sonora reprimenda al volver. En ellos se juntaban los padres; las madres les acompañaban en algunas ocasiones y jamás entraban solas (de la discriminación de la mujer hablaremos en otra ocasión, que es asunto que da para mucho); olían a cocina y bodega y siempre estaban llenos. Se les reconocía por la calidad de su vino, bebida hegemónica entonces, tal como ahora lo es la cerveza que nuestros padres solo ingerían cuando apretaba el calor. La procedencia del caldo no siempre se conocía con certidumbre; el dueño lo embotellaba in situ después del indispensable trasiego y lo servía en chatos o en pistolas, dependiendo de la ansiedad y los hábitos del parroquiano; las etiquetas brillaban por su ausencia y nadie las echaba de menos, como tampoco se olfateaba el recipiente antes de beber. Sí que se tenían en cuenta dos preceptos: la temperatura, frío o del tiempo según la estación, y si se sospechaba que el bodeguero usaba más química de la precisa.
La ambrosía se acompañaba con el correspondiente pincho y ahí se establecía una jerarquía que dependía de las habilidades gastronómicas de la cocinera, casi siempre la esposa del tabernero. Abundaba la casquería y se aplicaban poco o nada los consejos de los nutricionistas, cuya existencia casi nadie conocía, o sencillamente se ignoraban. Los locales no estaban muy limpios porque todos vendían boletos que, sin premio, acababan adornando el suelo y, hay que decirlo, porque los españoles hemos ganado mucho en civismo, nuestra secular asignatura pendiente. En un rincón se ubicaba la máquina de bolas, que nadie llamaba pinball, imprescindible para que los niños no tiraran de la chaqueta al padre más de lo debido, tanto o más que la gigantesca Coca-Cola que degustábamos con fruición, que rara vez caía una segunda. Debíamos tener el olfato muy adaptado porque al regresar a casa no se nos recordaba que habíamos adquirido un particular perfume mezcla de tabaco, fritos variados y vino del año.
Otros tiempos.
En los bares se hablaba mucho y a voces, vamos como ahora, pero había temas tabú y el principal era la política. Sabíamos de Franco porque el que más y el que menos había presenciado su fugaz paso por nuestra ciudad a principios de los 70, pero vivimos intensamente su desaparición por dos razones: la enorme inquietud de nuestros progenitores, demasiado acostumbrados al gobierno de aquel anciano de voz meliflua y la semana de luto en el colegio que nos tomamos, por supuesto, como unas vacaciones no regladas.
Cursábamos el octavo curso de la EGB que casi habíamos estrenado y en pocos meses dejamos la niñez atrás, que los niños no hablan de política. Cabían dos opciones: seguir las directrices que se sugerían en la mayor parte de las casas, en las que aún creían que los rojos tenían cuernos y rabo, o matar dos pájaros de un tiro si le hacías ojitos a los cantos de la izquierda lo que suponía, con casi total seguridad, enfrentarte a tus progenitores, como marcan los mandamientos del buen adolescente. Hubo para todos los gustos y ello propició que entre nosotros discutiéramos por algo más que nuestro equipo de fútbol o el acercamiento a la chica de nuestros sueños, pero la sangre nunca llegaba al río, como algunos temían.
A esa época se la llama Transición, pero para los críos de entonces se tendría que haber denominado como la película de Hitchcock, Vértigo, dada la ingente cantidad de información que hubimos de asimilar en tan poco tiempo. Entendimos en poco lo que era el exilio, la censura, la autocracia…todos términos que habíamos escuchado, pero que bailaban sin significado concreto en nuestras entendederas; se fueron incorporando a los anaqueles obras de aquellos autores que no comulgaron con los vencedores y completaron su obra en países lejanos; también volvieron odios y recelos que parecían dormidos y se enquistaron de tal manera que aún hoy algunos creen vivos…
En pocos años disfrutamos del renacer de la democracia, esa de la que ahora abjuramos en demasiadas ocasiones, y se citaba al PCE como a uno más de la parrilla de salida en cada elección, mientras las abuelas se hacían cruces presagiando otra temporada de turbulencias y hambruna. Fuimos a mítines como si los candidatos fueran estrellas del rock (bueno, algunos se acompañaban de ellas, que no era mal anzuelo) y después comentábamos las promesas expuestas con vehemencia como si fuéramos tertulianos de la radio, tan atrevidos como ingenuos. Eran tiempos de paredes atiborradas de carteles que se empujaban los unos a los otros, de octavillas alfombrando las calles, de correrías nocturnas, de banderas que se usaban como lanzas, de agitar los recuerdos para acallar las voces que le gritaban al futuro, de policías inquietos que añoraban aquellos servicios plácidos, lentos y aburridos…
Bien es cierto que esa vorágine a veces te hacía cambiar de opinión como de talla de pantalón, que por entonces se desarrollaba tanto la mente como el cuerpo, y eso te conducía a la disputa en casa o fuera de ella, porque todo se había teñido de repente de pasión y con ella convivíamos a todas horas. Bendita pasión que unas veces te saca de la anonimia y otras de la ignorancia, aunque deje cicatrices que cuesta enmascarar.
Quique magnífico tu artículo, que a losmas mayores nos traen recuerdos escondidoss en la . memoria pero no olvidados
Ya hacía un tiempo que leía nada tuyo. No lo dejes.