La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

El cine era por entonces una convocatoria ineludible. No resultaba barato, sobre todo para las menesterosas arcas de la población estudiantil, pero de cuando en cuando el Gran Teatro organizaba un ciclo en torno a un tema o un autor y acudíamos prestos, porque los precios bajaban considerablemente, difícil traducirlo a euros, y se ofrecía un espectáculo de tronío. El local de la época carecía de las prestaciones actuales – comodidad, utilitarismo y distinción-, pero conservaba un halo entre la decadencia y la nostalgia que lo hacía cautivador. Aquellas sesiones le daban a la semana un acento exclusivo, parecía más corta y , sobre todo, llevadera, como si hubiera más aire y te llegara más rápido a los pulmones.

Asistíamos a la tercera entrega de un ciclo dedicado a Stanley Kubrick, referencia en el momento, acaparador de premios y alabanzas, capaz de conmoverte con obras tan distintas que parecían confeccionadas por directores antagónicos. Vibramos primero con la épica “Espartaco” y temblamos de tal forma con “La naranja mecánica” que mirábamos hacia atrás al salir por si alguno de aquellos tarados se había empadronado en la ciudad. Ese día proyectaban “ 2001: una odisea en el espacio” que venía amparada por la crítica más prestigiosa y había enriquecido a la productora como pocas películas antes. Me acompañaba mi más apreciado compañero, con el que compartía muchas aficiones, y desde el principio notamos que no existía un cauce de comunicación entre el afamado director y la mayor parte de la concurrencia, porque todos los indicios de fiasco cinematográfico se mostraban con nitidez.

El local de la época carecía de las prestaciones actuales, pero conservaba un halo entre la decadencia y la nostalgia que lo hacía cautivador

Suele ocurrir durante las películas que recordarás, pero jamás echarás en falta, que la ingesta de los alimentos propios del lugar se acelera (sí, las palomitas que los cinéfilos detestan); miras el reloj impaciente, quizás esperando un acelerón inesperado; te mueves en tu butaca como intentando eludir el contacto con el muelle que pretende emerger sin pedirte permiso; observas a izquierda y derecha buscando aliados que minimicen tu sensación de “ceporro en la sala”; por fin te atreves y preguntas, porque no te enteras de nada, con tan mala suerte que disgustas a los vecinos que ocupan las butacas más cercanas, casi siempre personas muy serias que te fulminan sin necesidad de hablar, y que son justo los únicos que parecen comprender el críptico mensaje de la película.

Al cabo, el murmullo se había generalizado, pero aguantamos en nuestros asientos para no ser estigmatizados por ser los que abandonaron prematuramente la sala, ávidos de aire fresco y de conversación inteligible. Ya en la calle, nadie se atrevía a comenzar la pertinente tertulia sobre la experiencia. Alguno no sabía qué decir, los más evitábamos criticar decididamente al director de moda. Sería como sacarle punta a la trayectoria artística de Spielberg en la actualidad; trasladado al mundo del deporte, ponerle pegas a Nadal o Pau Gasol; en lo literario, reconocer que has comenzado a leer diez veces “ El Quijote” y no has pasado del primer capítulo.

Años después, escuché la crítica de un renombrado experto en el séptimo arte. En ella resaltaba una serie de obras que, en su docta opinión, estaban extraordinariamente sobrevaloradas y entre las que se encontraba, por supuesto, la que nos ocupa hoy y otras de parecido prestigio que también provocaron mi tedio en su momento. La pena es que no me encontrara con él antes de entrar en el Gran Teatro para evitar una jornada de sopor y una inversión ruinosa, o después, y así, arropado con su experta opinión, borrar el gesto de condescendencia de los aventajados en la gran pantalla al confesar mi perplejidad.

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