Desde mi ventana
Carmen Heras
No soy de juicios categóricos; lo fuí cuando era muy joven, pero ya no. No encajo, por eso, en el grupo de quienes simplifican o categorizan todo; de quienes necesitan continuamente de las etiquetas para evaluar a las personas. Los asuntos humanos pocas veces son sencillos, de sí o no, en forma gratuita. Existe el blanco y el negro, pero también los matices que marcan los claroscuros de la vida y que no se pueden despreciar. Por eso no creo en los sectarismos, ni en los fanáticos, no creo en quienes se colocan en su trinchera y desde allí disparan a los “malos”. En tiempos de incertidumbre, algunos se defienden “creyendo a pies juntillas”, sin más, y otros lo hacen dudando de todo. Les aseguro que, desde el punto de vista del equilibrio personal, no sé lo que es mejor. Según para qué. Supongo. Pero la verdad solo tiene un camino.
En épocas pasadas, en política se tenían muy en cuenta los proyectos y las estrategias. Los primeros se definían claramente: “Yo deseo una ciudad de esta manera” O un pueblo. O un país. Los objetivos también se delimitaban. “Me comprometo a esto y a lo otro porque el fin es este, dentro de un conjunto global, España, Castilla o Extremadura…” Las estrategias, por contra, no se contaban. Nunca. Se intentaban aplicar de la mejor forma posible. Se discutían en el gran “Sanedrín”, una vez reconocido el contexto, asimilados los datos, previamente recogidos, con una visión amplia de conjunto. “Si el territorio se compone de esto y lo otro, y los electores son así y asá, pues necesitamos gente que los represente, con un perfil en el que la mayoría de votantes se sientan reconocidos”; “dado que el Parlamento es una ventana a lo nacional, irán a él quienes den una buena imagen de Extremadura por tener estas cualidades o las otras, porque nuestra autonomía debe ser respetada y nadie se atreva a comentar nuestra supuesta falta de preparación, o nuestras torpezas, o que no sabemos hablar”…
Así era entonces. Con todo. Un tiempo para el amor propio, un tiempo de construir. Llegaron luego los “me da igual” y los “yo soy como soy”, los pragmáticos advenedizos y los axiomas descarnados: “usemos a los jóvenes para vender una imagen de renovación” “que en una lista pueda figurar cualquiera para demostrar que creemos en la igualdad entre seres humanos” “utilicemos el método rotatorio para tener contentos a todos, pues todos dicen tener derecho a pasar por cualquiera de los cargos”. Empezaría entonces una especie de “lucha” dentro del “sistema”, para defender que la ascensión de alguien -aunque fuese “el peor”-, potenciaba la versión de una igualdad de oportunidades -siempre, claro está, que fuese “leal a la causa”- es decir al líder, tirando con pólvora del rey, mal usando los recursos públicos (todo sea por “la paz” en los territorios). Y el “todos son iguales” empezó a tener éxito como slogan, por ser tan real. La “nota de corte” por abajo, siempre por abajo.
No solo ocurrió en la política. También en la empresa, la administración o en el mundo universitario. Sin muchas diferencias. Y los planteamientos, a fuerza de pervertirlos, dejaron de ser eficientes y se rasgaron como lienzos rotos. Me pregunto quién subsanará los despilfarros, desde el equilibrio y la contención, como valores fundamentales. Los despilfarros del dinero, pero también los del talento que no podrá ser despreciado.