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Mi ojito derecho /
CLORINDA POWER

Leía no hace mucho el tuit de una argentina que decía que «cada vez que en España un político abre la boca, me reconcilio un poco más con mi país». Para nuestra vergüenza, no exageraba. Ni siquiera ahora que Argentina parece más que nunca el capítulo piloto de el culebrón definitivo.

Bárcenas ha salido de la cárcel y para el Partido Popular sigue siendo «esa persona». Las declaraciones de algunos votantes del PP en plena calle recogidas por una periodista de la tele, afirman en su mayoría que la actitud del Gobierno les parece «contundente y suficiente», o lo que es lo mismo, volverán a votar a los mismos.

Y esto es lo único que importa. Qué más da que los medios de comunicación de un lado y de otro se esmeren por destapar trampas, envidias y luchas, si los votantes siguen creyendo el discurso de sus políticos. Para qué tanto esfuerzo cuando personas, en apariencia inteligentes, aceptan como válida la simplista estrategia del gobierno de no pronunciar el nombre de Luis Bárcenas para desligar el delito del partido.

España es un país dividido. Y no lo está por el paro, sino por la desigualdad. Y esa desigualdad que es la que defiende el Partido Popular, es también la que defienden sus votantes. La España de la derecha que resiste a mezclarse con la de la izquierda y viceversa. Y no lo hará porque los de un lado no sienten empatía alguna con los del otro y, por tanto, la única reivindicación válida será la que constate las diferencias y emborrone las semejanzas. Quizá porque algunos se empeñan en construir mundos tan distintos dentro de los mismos muros, quizá porque el valor del voto es el legado, el orgullo del legado.

Quizá a ninguno se le haya ocurrido que unos votan por el pasado y otros lo hacen con vistas al futuro. Y quizá sea esta la diferencia más demoledora, la incapacidad para ponernos de acuerdo en lo que de verdad importa: el contenido y no el contexto. El mensaje y no el mensajero.

Puede que los sudamericanos hagan mofa de su calvario comparándolo con el nuestro. Pero lo que empieza a perder toda la gracia es que, en vez de asustarnos, simplemente nos dé por retuitearlo.

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