José Cercas

En la infancia, el mundo se nos presenta como un edificio de certezas. Cada piedra parece haber estado siempre en su lugar. Nuestros padres, los maestros, el cura del pueblo, los vecinos: todos contribuyen a levantar ese andamiaje invisible que llamamos verdad. Aprendemos sin esfuerzo qué es lo bueno y qué lo malo, qué debe decirse y qué conviene callar. No hay duda posible: el mundo es así porque, creemos, siempre ha sido así.

Con los años, cuando la vida nos empuja más allá del círculo familiar, empezamos a escuchar voces que hablan de otros modos de vivir, de pensar, de creer. Y algo en nosotros se incomoda: eso no puede ser cierto, nos decimos. Nadie en mi casa habló jamás de eso. Entonces comprendemos —a veces con desconcierto— que lo que tomábamos por verdad universal no era más que el reflejo de un entorno, de una educación, de una época.

Esa revelación puede despertar miedo o curiosidad. Hay quienes se encierran aún más en las murallas de sus convicciones, como quien se aferra al último refugio conocido. Otros, los menos, se atreven a salir a campo abierto y contemplan la diversidad de paisajes que ofrece el pensamiento humano. No lo hacen por rebeldía ni por desprecio a sus raíces, sino por la necesidad interior de comprender el mundo desde su propia conciencia.

En ese punto comienza la auténtica madurez intelectual: cuando uno empieza a sospechar que la verdad no pertenece a nadie y que toda certeza contiene una sombra de duda que la hace humana. Pensar, en su sentido más noble, no es negar lo heredado, sino examinarlo; no es destruir el legado, sino someterlo al juicio de la razón y de la experiencia propia.

Las ideologías son construcciones colectivas que, en su origen, ayudan a orientar a los pueblos y a dar sentido a la convivencia. Pero cuando se convierten en dogmas, cuando pretenden clausurar la duda o dictar lo que debe pensarse, dejan de servir al ser humano y lo reducen a una pieza del engranaje. Ninguna idea merece más lealtad que la verdad alcanzada con el propio esfuerzo.

Pensar por cuenta propia exige valentía. Implica aceptar la soledad de quien se aparta del coro para escuchar el murmullo de su conciencia. No hay gesto más digno que atreverse a dudar de lo aprendido. Porque la duda no destruye: ilumina. Nos libera de la repetición ciega y nos abre la puerta a la comprensión del otro.

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