La amistad y la palabra
Enrique Silveira

No hace mucho, alguien muy cercano que ha leído todo lo que he escrito percibió que tú, madre, aparecías muy a menudo en ellos, pero que no habías sido protagonista indiscutible en ninguno. El comentario, con trazas recriminatorias muy merecidas, me dejó algo aturdido, también bastante avergonzado y me obligó a reflexionar porque por estas líneas han pasado muchas personas —próximas o no tan cercanas, populares o desconocidas, apreciadas o denostadas—, pero ninguna de ellas poseía tu rango, tu importancia, tu trascendencia…

He tardado en hablar de ti, lo que no significa ni que te haya olvidado ni que no te tenga presente, no. Tengo que confesarte que no voy de cuando en cuando al cementerio como hacen algunas de mis hermanas, que será tu última morada, pero en absoluto la merece la que en vida regó el mundo con su vitalidad y porque puedo hablar contigo o de ti en cualquier paraje más atractivo, como la Plaza de la Concepción, donde naciste y viviste muchos años, también algunos de nosotros; la concatedral de Santa María, en ella te casaste, y la inundaste de millones de oraciones en las que no olvidabas a nadie, la ahora derruida casa del Pozo de la Nieve, en la que pasaste algunos veranos. Como va de confesiones, tampoco rezo por ti, que sigo sin dedicar tiempo a ese menester tan tuyo; bien sabes que dejé de hacerlo hace ya mucho tiempo, cuando descubrí que lo hacía para aplacar mis terrores y llegué a la conclusión de que era mucho más práctico enfrentarse a ellos que no esperar una improbable intervención divina para atajarlos. No fue fácil convencerte; tampoco cuando te advertí de que había dejado de escuchar misa, esa a la que acudías a diario a horas intempestivas para afrontar después, con el alma limpia, tus muchas tareas, pero he de destacar que tu sensibilidad ante esa renuncia fue un prodigio de empatía y comprensión. Me dijiste aquel día que se puede ser un excelente cristiano sin pisar una iglesia y que mi comportamiento era el reflejo de las enseñanzas de Cristo: pocas veces me he sentido tan halagado. Si todos los creyentes hubieran actuado como tú, las disputas religiosas nunca hubieran existido…

Me acuerdo de ti todos los días. Unas veces rememoro algún acontecimiento en el que ambos fuimos actores solos o con compañía; otras, estás presente en mi devenir cuando reproduzco alguna de tus expresiones, tan populares como oportunas, que no dejaré de usar hasta que se me caiga la lengua (despido a mis hijos con el medieval y tantas veces por ti repetido bueno y temeroso de Dios). A menudo te tengo presente si dudo y me planteo qué habrías hecho en similar circunstancia, aunque mis condiciones sean ahora mucho más cómodas que aquellas con las que lidiaste: posguerra de temores y carencias, conservadurismo lacerante e inhabilitante, opacidad, recursos limitados, mil recelos y de postre la orfandad, que te obligó a madurar con precipitación para dirigir la casa materna que naufragaba.

Tu herencia es gigantesca. No, no nos vale para vivir de las rentas (Ay si tuviera dinero), así que hemos de ganarnos la vida trabajando, pero afrontarla contigo como modelo nos ha dotado de instrumentos de los que pocos han disfrutado; somos una saga de hijos dignos y eso que no hemos alcanzado ni de lejos tu excelencia. Los padres educamos a través de la constante comunicación con nuestros hijos, pero ésta resulta intrascendente si no la refrendamos con hechos y tu comportamiento de cada día fue una constante lección de cómo hacer las cosas: una pedagogía inigualable que forjó a tus descendientes e, indirectamente, a muchos de los que te conocieron.

No fuimos conscientes de niños del enorme esfuerzo que supone sacar adelante una casa con las complicaciones de la nuestra; de adolescentes, atisbábamos que aquello no era nada fácil; durante la juventud queríamos ayudarte una vez conscientes de los enormes obstáculos contra los que te batías a diario con escasa ayuda; de adultos no podíamos creer lo que habías hecho de manera rutinaria durante tantos años, como si fuera tan sencillo que cualquiera pudiera obtener el éxito en esa contienda. Las casas ahora tienen su dificultad, pero la nuestra era un maremágnum de dimensiones épicas; tú la regentabas sin desmayo, sin detenerte a pensar que estaba tan atestada que parecía una estación de metro en hora punta, con niños de todas las edades, las abuelas (Ellas nos cuidaron y corresponderemos, como hacen las personas de bien) que murieron en casa lejos de los hospitales tras disfrutar de una vejez repleta de atenciones, un marido de buen corazón que a veces hacía de enésimo hijo, la cesta de la compra tan por las nubes que empequeñecía el sueldo cada mes y, sobre todo, una jornada laboral que ningún sindicato podría asumir sin declarar una huelga salvaje. Y todo ello tras nueve embarazos, siete partos -sólo el último en hospital- y un sinfín de achaques que hubieran derribado a Juana de Arco a las primeras de cambio y que tú sobrellevaste con resignación, las quejas justas y una sonrisa en cuanto había una oportunidad para mostrarla.

A propósito de tu sonrisa, me encuentro a menudo con José Antonio, que te trató mucho y aprendió muy rápido a apreciarte, y me cuenta que tu afabilidad no tenía parangón. Lo ha hecho muchas veces, pero nunca le interrumpo porque me encanta su relato, por muchas veces que lo repita. Es uno de los muchos -sino todos- que se acuerdan de ti por esa forma de tratar con la gente de la que solo unos pocos aventajados pueden alardear.

Ahora, tres años después de dejarnos, es tiempo de agradecimiento y de pedirte disculpas: algunas cosas las podía haber hecho bastante mejor. ¿Sabes? No recuerdo haberte dicho nunca Te quiero. No soy de los que lo dicen muy a menudo, no, pero cuando trato con tus nietos o con tu nuera sí sale de mis labios en algunas ocasiones y no es tan difícil. Hubo tiempo de sobra, pero estoy convencido de que nunca lo escuchaste y hubieras merecido un montón de ellos. Si son ciertas tus creencias y hay vida tras la muerte, estarás leyendo estas palabras y moverás la cabeza complaciente para mitigar mi pesar, como hiciste durante toda nuestra vida cada vez que tropezábamos y nos alentabas a levantarnos y seguir caminando.

Tampoco recuerdo cuándo dejé de llamarte mamá, ese día debí hacerme definitivamente mayor, también un poco más áspero y un mucho más estúpido. Está bien el término madre, pero carece de los tintes afectivos de mamá, los que nos engarzan con nuestro primer aliento y se trasladan a través de los momentos de nuestra biografía en los que nada ocurría sin tu intervención protectora. Me encuentro con amigos de mi edad que no han perdido la costumbre de llamar mamá a sus madres, aun cuando se aproximan a la jubilación; me comparo y me asalta la duda de si hubieras preferido esa fórmula en tus últimos años. Estoy seguro de que ambas cosas te hubieran valido, por eso de que te esforzarías en que no surgiera un lamento o una queja, pero la preferencia se distinguiría en los matices de tu sonrisa.

En definitiva mamá, madre, ser un buen hijo contigo ha sido sencillo porque seguir tu senda te asegura poder dormir por la noche con la conciencia tranquila- uno de los grandes objetivos de ser humano-; lo que no sé si he conseguido es arrancarte una expresión de satisfacción por cómo me he conducido hasta ahora. Podrías mandarme una señal, allá donde estés…aunque tenga que recogerla en el cementerio.

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