José Cercas
No sé en qué momento sentí que la casa empezó a hablarme. Quizá fue después de su marcha, cuando el silencio se volvió tan denso que parecía respirar por su cuenta. Camino despacio por las habitaciones, como si cada objeto pudiera contener una hebra de su voz. A veces creo escucharla al pasar la mano por el respaldo de una silla, o en el leve crujido de la madera cuando cae la noche. No es imaginación —o no del todo—: es la persistencia de lo vivido, esa manera sutil que tiene la memoria de quedarse incluso cuando uno pretende olvidarla.
Hoy volvió a llover. La lluvia siempre tuvo la destreza de abrirme paisajes por dentro. Hace sonidos que conozco desde niño, pero que solo aprendí a escuchar de verdad el día que la vi cerrar los ojos bajo un aguacero, levantando la cara como quien recibe una bendición. Desde entonces, cada tormenta me trae su nombre sin necesidad de pronunciarlo.
Me acerqué al aparador, donde guardo lo que todavía pesa demasiado para tirarlo. No lo abro a menudo; temo lo que pueda escapar de allí. Sin embargo, esta tarde las manos se adelantaron a la voluntad. Entre papeles doblados, entradas de cine que ya no conducen a ningún lugar, pétalos secos de flores que ya no existen, apareció una fotografía suya. Tenía la misma expresión de siempre: una mezcla de claridad y misterio, como si el mundo le perteneciera y, al mismo tiempo, se le escapara.
—Todo pasa… —dije, casi sin voz.
Pero al mirarla, el aire cambió. Fue como si las paredes recordaran antes que yo. Volvieron los días compartidos: la forma en que cruzaba la plaza sin prisa, su paso ligero, la manera de inclinarse para escuchar mejor cuando yo le hablaba. La recuerdo riendo con los hombros, como si la risa empezara allí antes de llegar a la boca. Y recuerdo también su tristeza, esa que nunca confesaba, pero que se le escapaba en la mirada, igual que una luz incapaz de ocultarse por completo.
Hubo un tiempo en que pensé que la conocía del todo. Ahora sé que solo conocí la parte de ella que quiso dejarme. Y quizá esa sea la forma más honesta del amor: aceptar los misterios del otro sin intentar descifrarlos por completo.
La despedida fue larga, aunque apenas dijimos palabras. A veces el adiós comienza mucho antes de pronunciarse, en gestos que uno tarda en reconocer. Recuerdo su frase —todavía me duele por lo frágil que sonaba—: «Algún día lo entenderemos». Asentí para no romperla más de lo que ya estaba rota. Hay despedidas que funcionan como un espejo: uno dice que está bien, pero la grieta se le nota en los ojos.
Abrí la ventana. La lluvia caía con una insistencia casi tierna. El olor a piedra mojada me golpeó con una nostalgia tan limpia que, por un instante, olvidé que se había ido. Y entonces —lo juro— creí escuchar su risa. Fue un sonido leve, apenas una ondulación del aire, pero estaba allí. No era solo un recuerdo: era una presencia, un resto luminoso de lo que fuimos.
No todo se marcha. Hay cosas que se quedan suspendidas en alguna zona del alma, como astillas de luz atrapadas entre las costillas. Hay amores que se desprenden del cuerpo, pero no del tiempo. Y esos son los que regresan cuando uno menos lo espera, abriendo ventanas que creía cerradas para siempre.
Dejé la fotografía sobre la mesa. Me quedé mirándola largo rato, como si aguardara una palabra. Y quizá habló, aunque no con voz: habló con el silencio, con la certeza de que lo vivido no se convierte en polvo, sino en algo distinto, más hondo, más íntimo.
La lluvia siguió cayendo. Yo también seguí ahí, quieto, esperando…
porque hay días en los que uno no espera a nadie y, sin embargo, todo su ser aguarda un regreso.
Porque hay historias que no terminan: simplemente se duermen.
Porque, aunque ella ya no esté, el mundo sigue pronunciando su nombre en cada esquina del corazón donde aún late su sombra.
























