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El español se ha acostumbrado a vivir en un continuo estado de indignación. Si no es por Bárcenas, los ERE fraudulentos, o el Caso Pujol, es por la gestión de la crisis del ébola y las declaraciones del consejero de la sanidad extremeña o el desfalco de las tarjetas negras de la antigua Caja Madrid o la blanqueada Bankia. El caso es que el español no puede echarse la siesta tranquilo, pues no sabe ni cuándo ni dónde va a saltar el próximo escándalo. Nuestra capacidad de indignación está muy por encima de nuestro espíritu de movilización. Nos movilizamos cuando nos tocan el corazón —como en el caso del sacrificado perro de la enfermera Teresa, Excalibur— y siempre que podamos ver las injusticias con nuestros propios ojos. Nadie sale a la calle a denunciar que diariamente mueren de hambre 19.000 niños, según datos de la propia UNICEF, o que el ébola haya cosechado más muertes en África de las que podríamos soportar sobre nuestra conciencia. Nos interesa lo que sentimos cerca, por mucho que el mundo al otro lado se esté desvaneciendo.

Las tarjetas black han sido la carta que cierra la baraja. Una entidad rescatada por todos los españoles con más de 24.000 millones de euros tenía a directivos y consejeros puliéndose cantidades indecorosas para mantener su nivel de vida. Una tarjeta fuera de todo control fiscal que a todas luces premiaba su claudicación y condescendencia ante los desmanes que se estuvieran produciendo en la entidad, como después pudimos comprobar. El control político provocó que miles de ahorradores perdieran su jubilación invirtiendo en preferentes. El mismo Rato, que presidió la entidad durante más de dos años e impulsó su salida a bolsa, estaba considerado en esos momentos “un excelente gestor económico” que más tarde le promocionaría hasta ocupar el cargo de director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI). Eran días de vino y rosas, asentado sobre favores y clientelismo de partido. Y de repente todo se desmorona: y ya no eras ni tan excelente gestor, ni tan espíritu pulcro. Pero el caso de Rato no es el único, ni tan siquiera excepcional. La mayoría de altos cargos ascienden por su obediencia de partido, por las facilidades para financiar su estómago y su complicidad. Cuando alguien se pone a preguntar y tira de la manta aparecen los Bárcenas, los Pujol, los Blesa y compañía. Si no fuera por los cuatro fantásticos que no han hecho uso de las tarjetas, podrían hacernos creer que la responsabilidad lleva la condena, o lo que es lo mismo: que si alguien tiene posibilidad de robar con toda seguridad lo hace.

Menos mal que Cáceres acaba de ser designada ‘Capital Gastronómica 2015’ y eso nos permitirá enjugar nuestra indignación al cobijo de una buena tapa de torta del Casar con un excelente Ribera del Guadiana. Las penas en estómago son menos tormentosas. Feliz semana.

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