José Cercas
La envidia es un mal antiguo, tan viejo como la humanidad.
Nace en los márgenes del deseo, donde uno no se atreve a mirar de frente su propio vacío.
Se disfraza de consejo, de ironía o de silencio, pero en el fondo es siempre lo mismo:
una sombra que no soporta la luz ajena.
He visto esa sombra pasearse por las esquinas de los pueblos,
colarse entre los aplausos, esconderse detrás de una sonrisa.
En nuestra tierra, tan generosa y humana, la envidia suele confundirse con prudencia o con justicia.
Pero no es ni una cosa ni otra.
Es, más bien, la tristeza de quien no puede alegrarse del bien de los demás.
He ayudado a mucha gente en Cáceres —en libros, presentaciones, ferias, recitales—,
y seguiré haciéndolo.
No por mérito, sino porque creo que la cultura es un puente y no una frontera.
Pero cuando uno intenta organizar algo, levantar una palabra o sembrar una ilusión,
aparecen siempre los viejos fantasmas.
—¿Por qué él y no yo? —se preguntan algunos.
Y ese pensamiento, tan pequeño, tan miserable,
va creciendo hasta convertir el aplauso en silencio
y el silencio en desprecio.
La envidia no destruye al envidiado, sino al que la siente.
Le roba el descanso, la gratitud, la serenidad.
Lo encierra en una habitación sin ventanas,
donde no hay aire ni horizonte.
El envidiado, en cambio, suele seguir su camino:
a veces cansado, a veces herido,
pero fiel a lo que ama.
El mejor antídoto contra la envidia es la generosidad:
alegrarse de la alegría ajena, reconocer el talento sin miedo,
celebrar lo bueno, aunque no nos pertenezca.
La vida es demasiado corta para pasarla comparándonos.
Cada uno tiene su voz, su tiempo y su destino.
Y lo que uno siembra desde la bondad
termina volviendo multiplicado en respeto y cariño.
Por eso, cuando alguien logre algo —por pequeño que sea—,
aplaudámoslo.
Porque su éxito no nos quita nada: al contrario,
nos recuerda que también nosotros somos capaces de crear, de soñar, de vivir con sentido.
Y así, quizá, un día aprendamos
que la envidia no sirve ni para sufrir en paz.
