José Cercas

Vuelvo a casa. Hace calor, tanto que hasta la arcilla de los muros llora en polvo sobre el camino.

Las farolas, con sus bombillas moribundas, hacen lo que pueden: alumbran apenas, pero conservan la dignidad de haber brillado en tiempos mejores.

Dije que vuelvo a casa. En el camino me cruzo con un hombre que pide trabajo. Está sentado a la sombra de su casa, que no luce precisamente como las postales de la oficina de turismo: ni cal blanca, ni flores en los balcones, ni humo en la chimenea, ni niños correteando por las habitaciones. Solo paredes descoloridas y un silencio que huele a hambre.

—Dije que pide trabajo—.

Por fin remonto la colina. Mis rejas no entienden de óxido: se visten de verde olivo, bien barnizado, como corresponde a un barrio respetable.

Se me olvidaba comentar que soy banquero, vivo en la avenida más alta y en la mansión más elegante. Detalles sin importancia, claro.

Enciendo mi televisor gigante. Justo en ese momento, el presidente aparece para anunciar que estamos saliendo de la crisis.

Yo asiento satisfecho, como si hablara directamente conmigo.

Brindo con mi copa de brandy. ¡Por la recuperación!

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