Desde mi ventana
Carmen Heras

El otro día, en una serie truculenta, un cacique emparedaba a su mujer por haberlo traicionado. Emparedar: encerrar entre paredes, impidiendo la comunicación con el exterior. Es (entiéndase el ejemplo) como “sellar la carne”.

“Sellar la carne” es crear una capa crujiente exterior que la rodee para retener los jugos naturales de la misma haciendo que resulte mucho mas sabrosa. Es una “extendida técnica culinaria que consiste en dorar rápidamente la superficie de un trozo de carne a alta temperatura, generalmente en una sartén”. Encapsular.

“Encapsular” es meter en una cápsula. Décimos que encapsulamos a alguien cuando lo aislamos, dentro de un recinto, de su entorno más inmediato…

Nuestro idioma es tan rico, que posee varias palabras cuyo significado puede ser el mismo, aún en contextos diferentes. Metafóricamente hablando, en el lenguaje común, los tres verbos (emparedar, sellar, encapsular) se relacionan con esa idea tan nuestra de “reprimir”, “maniatar”, “hacer callar a otros”….Ya saben, ¿que sobre una teoría ideológica determinada surge una variante alternativa? Pues la defenestramos, sin llegar a escucharla del todo, por hereje, y a sus simpatizantes los ridiculizamos o directamente los mandamos a galeras. ¿Que los colegas quieren hablar en los órganos pertinentes creados para ello? Pues los anulamos, cerramos, quitamos, para que no nos den la tabarra. Sin mancharnos las manos, pues siempre hay adeptos idiotizados para hacer el trabajo. En la entradilla.

Cualquier persona cabal, llena de sentido común y no fanatizada, tiende a preguntarse por las causas de algunos sucesos. Siempre las hay. Quienes no lo hacen se parecen más a los niños de catorce años que todos, una vez, fuimos. O aún somos, que ya no sé.

“El escritor más joven de España” (dice el titular) y uno reflexiona sobre cual puede ser la profundidad de miras de la mente de un niño de 14 años, en plena evolución física y psíquica, que pueda ir un poco más lejos de sus puras vivencias interiores. Pues es lo suyo. Porque a esa edad uno tiene derecho a la incertidumbre en el enfoque, a la falta de recursos intelectuales, a creer, antes que nada, en la primacía de la subjetividad.

Es tremendo, pero a esta sociedad mercantilista nuestra le vale todo y no da tregua cuando se trata de cobrar un reto, hacer una conquista nueva, conseguir unos dineros. De gente de catorce años mentales, que parece ser que es (a sus ojos) en lo que nos hemos convertido (también) los adultos.

Con catorce años impostados, claro está. Llenos de astucias de muchos y cameos de los conocidos. A la hora de enjuiciar unos hechos, de reprimirlos o exacerbarlos según sean más o menos convenientes a “nuestra causa”. Por aquí y por allá. Puestos a pedir, ya ni siquiera reclamamos (como hacia Violeta Parra) la vuelta a los diez y siete después de vivir un siglo (“… es como descifrar signos, sin ser sabio competente…”). En fin, amigos, en fin… esto es lo que hay, lo de siempre… pero más feo.

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