José Cercas

La guerra nunca es lejana. Aunque los cañones suenen en Gaza, en Ucrania o en territorios que apenas sabemos ubicar en el mapa, siempre golpea también en nuestra puerta. Porque la guerra arrasa lo que tenemos de común: la memoria, la tierra y la palabra.

El hombre inventó “paz”, pero en el mismo diccionario escribió “metralla” y “miedo”. Y es ahí donde la poesía debe intervenir: no para añadir ruido, sino para rescatar el silencio, para convertirlo en verso, para recordar que cada bomba es también una herida en nuestra propia casa.

Las guerras se parecen demasiado: ruinas, exilios, niños sin futuro, mujeres que entierran la esperanza. Cambian las banderas, pero el dolor siempre tiene el mismo idioma. Y frente a ese idioma, la palabra no se calla.

Un verso no detiene un tanque, pero puede abrir los ojos de quien no quiere ver. No apaga el fuego, pero siembra un árbol sobre las cenizas. La palabra, cuando se dice con verdad, es ya un acto de resistencia.

Hoy, más que nunca, necesitamos palabras contra la guerra: versos que nombren lo que duele, que recuerden que la paz no es un lujo sino un derecho, que el amor sigue siendo la única patria posible.

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