Close-up of soccer ball in th corner of pitch

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Intentaba recordar con exactitud Vicente cuándo fue la primera vez que, tras prudente reflexión o sincero arrepentimiento, había compartido con el mundo su intención de no erigirse nunca más como actor principal en determinada actuación, no utilizar jamás aquellas expresiones, no insistir durante el resto de su vida en dogmas hasta entonces habituales que habían perdido lustre o en absoluto protagonizar de nuevo escenas que producían sonrojo al día siguiente.

Al remontarse a su infancia, encontró con rapidez en su memoria uno de los momentos más bochornosos de su niñez cuando sus padres, al alimón, le pidieron explicaciones al detectar que faltaba dinero del cajón en el que madre depositaba los cuartos que sufragarían los alimentos de la semana. Vicente lo había hurtado varias veces, atosigado por el entorno de unos amigos que siempre tenían los bolsillos llenos, y pensó que en aquella ocasión también pasaría desapercibido. No contaba con que su madre rara vez perdía la cuenta de lo gastado —cosa lógica en un hogar de recursos limitados— y que había detectado sospechosos descuadres no muy cuantiosos pero persistentes. Aquella tarde, sus padres le tendieron una sencilla trampa en la que Vicente cayó con tanta ingenuidad como contundencia y, ante el subsiguiente interrogatorio, no pudo más que reconocer no todos pero sí ese delito y alguno más en el pasado reciente. Fue la primera vez que notó el borboteo de sus vísceras y cómo el calor se acumulaba en sus mejillas mientras evitaba la mirada de sus padres, por una parte acusadora, por otra misericordiosa; también fue la primera vez que garantizó, prometió, juró como ante un juez que nunca volvería a caer en esa ignominia…

Y cumplió Vicente… durante las cuatro semanas siguientes, porque la calle tiraba y pasear, lo único gratuito, había dejado de ser divertido. Eso sí, al nunca le sucedió la precaución y probablemente la connivencia de su padres.

Años después, ya entre la adolescencia y la juventud, Vicente se fijó en una amiga del grupo a la que conocía de siempre, pero empezó a mirar de otra manera. Fuera porque de repente le pareció la mujer más bella del mundo, fuera porque cualquier comentario que saliera de su boca se convertía en doctrina, se dio cuenta de que acababa de toparse con lo que los mayores llamaban amor. Elisa tardó mucho en corresponderle, pero lo hizo y conformaron una pareja muy vistosa que durante varios años aparentó indestructibilidad; en ese tiempo los te quiero se repetían sin cesar y algunos de ellos se emitieron con el añadido nunca dejaré de quererte. Años después, en la universidad, tras sufrir los embates propios de las relaciones sentimentales y, sobre todo, la persistencia de estímulos hasta entonces desconocidos, Elisa se decantó por un compañero de clase que no era mucho mejor que Vicente, pero aprovechó sus oportunidades. Tardó Vicente en olvidarla y, cuando lo hubo conseguido, decidió que en el resto de sus amoríos volvería a decir te quiero pero sin añadidos. No lo consiguió por exigencias del guion, que hay expresiones difíciles de alterar, y algún jamás como a ti se le escapó.

El padre de Vicente se llamaba Damián, Damián Rojo. A Vicente su nombre no le disgustaba; sin embargo, el de su padre le resultaba más sonoro y distinguido. De adolescente preguntó por qué no llevaba el nombre de su progenitor, como era muy habitual, y este le contó que el abuelo había combatido en la batalla del Ebro a las órdenes del general Rojo, Vicente Rojo, estandarte del ejército republicano, que le causó una honda impresión, tanta que quiso que alguno de sus descendientes ostentara su nombre, tras haber perdido la oportunidad de nombrar así a su primogénito. Llevar ese nombre comportaba abrazar los principios de la Segunda República y ello significaba que, al volver a la democracia, el voto de la familia debería recaer siempre en la izquierda, nunca en la derecha, para que el abuelo descansara tranquilo en su tumba y no se revolviera en ella buscando justicia.

Vicente cumplió durante décadas; lo hizo orgulloso de sus ancestros y con la conciencia serena porque pensaba que hacía lo mejor para sí mismo y para los demás; fueron décadas de celebrar el voto como si cada uno de ellos fuera un peldaño más hacia una sociedad distinta por más justa e igualitaria. Ahora, después de muchas urnas, Vicente observaba perplejo cuánto había cambiado el partido al que siempre había votado, qué diferentes eran sus objetivos, tanto que le resultaba irreconocible, preso de personas con las que nada tenía en común y a las que cada vez despreciaba más por su zafiedad, ineptitud y una desmedida ambición personal inaceptable en quien ha de preservar el bien común.

Resonaba el nunca más que nunca porque lo había usado para no caer en la abstención -que consideraba propia de apáticos o pobres de espíritu y por tanto inaceptable-, lo que le conducía sin remedio a votar a la derecha, con la que sorprendentemente compartía apegos desde hacía tiempo, y a la que abrazaba un muy nutrido grupo de personas por las que sentía un hondo respeto y muchísimo aprecio. A pesar de las críticas, la inevitable sorna y los innumerables ya te decía yo que al final, lo hizo. Lo más curioso es que tras romper con otro nunca sentía una curiosa satisfacción que ocultaba en parte para no proporcionar más munición a los malintencionados.

Con los años, a Vicente, ya todo le parecía un poco fugaz; las expresiones iban perdiendo contenido hasta enflaquecer, como si estuvieran mortecinas, de manera que se requerían decisiones a la hora de expresarse. Y pensó entonces que lo mejor era evitar las palabras de siempre que ya no valían ni el tiempo que permanecían en el aire. Por eso decidió no usar nunca más el adverbio nunca, porque nunca se sabe. Eso sí, nunca dejaría de animar al Atlético, que otras cosas podrán cambiar, pero nadie en sus cabales cambia de equipo. Nunca.

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