La amistad y la palabra
Enrique Silveira

No había parado de llover en todo el día y a Juan no le apetecía nada poner los pies en la calle. La semana había empezado mal y conforme avanzaba se había convertido en una penitencia, hasta el punto de que no recordaba una tan desagradable en los últimos tiempos.

La consecuencia era un amodorramiento y un hastío con los que había consumido casi entera una tarde en la que la oferta televisiva parecía más una afrenta al buen gusto que un modo de encandilar al ocioso y la novela que tenía abierta se le caía de las manos como si sus páginas se hubieran confeccionado con plomo. Para darle la bienvenida a la depresión solo faltaba abrir el frigorífico y comprobar que la tan temida desertización que acucia a muchas tierras antes fecundas había arraigado también allí en forma de ausencia o de caducidad. No hay nada peor que afrontar una noche de soledad y tristeza a sabiendas de que un viaje a la nevera no mitigará en parte la melancolía. Recordó que las tiendas no abrirían al día siguiente y que llenar la despensa se había convertido en una necesidad tan imperiosa como la llamada de la chica por la que llevas tanto tiempo suspirando o descubrir tras meses de régimen que la talla 42 ha dejado de ser una entelequia. Se decidió entonces a romper su aislamiento. Pesaroso y vestido con un chándal que clamaba por su jubilación -que la prestancia no suele ser aliada de la pesadumbre- condujo hacia uno de esos almacenes de aprovisionamiento que en las fechas que preceden al descanso general más parecen una sucursal del mismo infierno que un lugar donde reponer víveres: un Mercadona.

Tardó Juan en encontrar un hueco para aparcar en el amplio garaje y dedujo que la compra podía convertirse en un acto heroico, por eso de que se veía condenado a enfrentarse a encuentros de los que sospechaba que nada bueno podría surgir, dada la precaria situación de su ánimo y lo poco apropiado del entorno. Tras una corta conducción de uno de esos carros de los que todo el mundo quiere desprenderse lo más rápidamente posible y que a menudo giran hacia donde ellos quieren, se instaló en la primera cola de la jornada para tomar el ascensor. Llegó este tan repleto que sus ocupantes apenas si se atrevían a iniciar el desalojo por lo mucho que les debía haber costado la ubicación en él, a modo de puzle. Dos niños pequeños parapetados tras una exuberante compra fueron sus últimos moradores y, con inmediatez, los todavía pacientes usuarios se instalaron -desagradablemente juntos- en el habitáculo. Ya en el recinto principal, atestado como nunca lo había visto, dudaba Juan por dónde empezar. Jamás hacía lista de compra porque su uso avejentaba tanto como llevar paraguas o pasear con las manos enlazadas en la espalda y llevaba tiempo pensando que la juventud huía de él sin remedio. Pensó poner lo más pesado primero y se encontró con una oferta de cerveza que no pudo ignorar. Apiló las cajas debidamente hasta ocupar algo más de la mitad del espacio disponible, justo antes de tropezar con uno de sus jefes que, tan inmaculado como en la oficina, acompañaba a su mujer y parecían protagonizar el reclamo publicitario de la OFI (Organización de Familias Impecables). Hubo de saludar protocolariamente Juan, consciente de que su barba vespertina, su atuendo y el carácter de su compra darían munición a su superior para futuras emboscadas, de manera que gastó el tiempo imprescindible con la intachable pareja. Saludó antes a la dama, como siempre le había aconsejado su madre, la obsequió con una sonrisa propia de un responsable de protocolo y sin dilación estrechó la mano de su patrón con tanta fuerza que pudiera suponerse que llevaban años sin verse, cuando cada mañana se cruzaban en tantas ocasiones que ya ni intercambiaban sus miradas. Con esa efusividad acortaba la duración de la reunión y evitaba mostrar la herida que le había dejado en las entrañas la actividad laboral de esos días. Más a la fuga que buscando alimentos con los que repoblar su despensa, inició Juan el recorrido por el pasillo colindante, que no podía estar más saturado. Un brusco serpenteo y a pocos metros localizó de espaldas a su novia de la juventud… en el preciso instante en el que se daba la vuelta. Un poderoso escalofrío le recorrió el cuerpo y apenas pudo conseguir que no se tradujera en un gesto difícil de justificar. Ataviada con ropa deportiva como él, se dispuso Carmina para un encuentro en el que probablemente se abordaran temas actuales y surgiera algún recuerdo común que Juan habría arrinconado tiempo atrás porque ella no le había dejado un grato regusto, más bien una sensación como de resaca que le había conducido al olvido de los momentos buenos de la relación y a la frecuente rememoración de los que supusieron una ruptura que debería haberse producido mucho antes para bien de ambos. Se le hizo eterna la coincidencia, tanto que casi todo el tiempo estuvo girado Juan con idénticas ganas de huir que en el encuentro anterior, y eso que no le preguntó si tenía nueva pareja, como hacía habitualmente, ni sugirió cuáles debían ser los parámetros de su vida, por la que, por sus comentarios, aún debía conservar algún interés y que seguro consideraba malgastada o impropia de alguien con quien había compartido tanto tiempo. Muchas veces le pasaba por la cabeza que la vejez aparece con mayor rapidez si la vida de una persona se nutre de momentos como estos que ejercen de implacable ariete y destruyen con sorprendente facilidad los propósitos que pueden conducir a la vida placentera y dichosa con la que todo el mundo sueña. Se despidió Juan con la mirada en el suelo y el ánimo cada vez más bajo y se dirigió a la siguiente parada, que iba a ser particularmente breve, porque tropezó con la sección de verduras -siempre le había parecido una embajada de la jungla- en la que poco tenía que comprar, pues había decidido que tomaría vegetales sólo cuando la prescripción médica fuera tan vehemente que no podría negarse; además, había tenido la fortuna de topar con un médico en su centro de salud comprensivo, connivente, alejado de las corrientes actuales que cada vez estrechan más los márgenes de la salud y hacen de la existencia un calvario donde las restricciones son tan numerosas que no caben en una memoria convencional. El siguiente giro lo llevó a la bodega, parada inaplazable, que no se puede vivir solo de cerveza, como decía un antiguo cuñado con el que tantas cosas tenía en común, y acomodó unas cuantas botellas de diferente procedencia para dar una oportunidad a todos y no obcecarse con los más laureados, que las bodegas son como los amores por venir: no se conocen sus virtudes hasta que no se comparten experiencias.

Ya le costaba a Juan maniobrar con el carro al llegar a la zona donde coincidían los solteros, la de la comida precocinada o cómo sobrevivir con pocos conocimientos de cocina, cuando casi choca con su hermano mayor, el que siempre le da consejos, el que se preocupa más por el futuro ajeno que por el propio, vestido como si estuviera rodando un anuncio de Massimo Dutti, con el carro repleto de agua mineral, fruta variada, alimentos bajos en calorías, verduras de diferentes colores y tanto papel higiénico que podría pensarse que toda su urbanización padecía gastroenteritis. Habían coincidido por última vez en Nochebuena y, por supuesto, habían discutido; se empeñó en aguarle la fiesta indicándole lo que debía comer, cuánto podía beber y cómo encauzar el resto de su hasta ahora, según él, desafortunada existencia. Nunca se habían llevado muy bien los hermanos; a su diferencia de edad se sumaba que no compartían muchos genes porque uno era idéntico al padre, el otro a la madre y habían heredado a través de ellos las desavenencias que marcaron las relaciones entre sus progenitores, que no pararon de discutir hasta que uno de ellos emprendió el viaje en el que no se tienen acompañantes ni para polemizar. En este encuentro las cosas no fueron muy diferentes, Juan se sintió acechado y menospreciado porque su hermano apenas si le miró a los ojos, pero sí observó con detenimiento el contenido de su carro y el atuendo elegido para cumplir con el desagradable engorro de reponer lo víveres, detalles que sirvieron como base para una intempestiva crítica a la que le siguió una larga secuencia de consejos que Juan no iba a seguir y que, por supuesto, no había pedido; nada nuevo por otra parte, pues no recordaba las últimas palabras agradables del que -en teoría- tanto había compartido con él. Incluso es posible que nunca se hubieran producido. Pensaba Juan que no hay en la sociedad personas menos gratas que aquellos que se empeñan en que todo el mundo siga las directrices que ellos eligieron para sí -aunque fueran heredadas o impuestas- y jamás se hayan planteado si con otras hubieran alcanzado mayores cotas de felicidad, que gozar de una rutina casi hermética puede aportar tranquilidad, pero en muchas ocasiones acompañada de un tedio tan insoportable que se prefiere arrostrar ciertos riesgos que salpimenten tu presencia en el mundo.

Tras una fría despedida, se preguntaba Juan si encontraría un pasillo ocupado por alguien que tuviera la capacidad de provocarle una sonrisa, sin realizar una sesión gratuita de sicología dirigida al perfeccionamiento de la parte oscura de la sociedad, es decir, a los que no son tan perfectos y adorables como ellos que jamás dudan ni se arrepienten.

Y la luz se hizo; en el oasis de los embutidos, que siempre tenían cabida en su despensa, apareció Isabel más esplendorosa que nunca, como si acabara de aterrizar procedente del mismísimo cielo. La había conocido en el gimnasio, pero tenían horarios diferentes y apenas habían conversado. Aun así, se saludaban muy afectuosamente cada vez que coincidían y sus ojos parecían decir que en la siguiente ocasión podrían ir más allá de la educada ceremonia.  Sabía Juan que llevaba un tiempo sin pareja -después de una meticulosa investigación- y se le había pasado por el magín que podían hacer buenas migas y así aliviar la soledad que le atosigaba en los últimos meses. Cuando empezaba a disfrutar de la amplia sonrisa que le había dedicado Isabel nada más verlo, se dio cuenta de que su aspecto distaba mucho de ser el adecuado y dudó, pero no podía desaprovechar la oportunidad y se dispuso para sobreponerse a su descuidado vestuario con la locuacidad y la simpatía que su madre destacaba tanto de él. No debió hacerlo nada mal porque quedaron citados para esa misma noche en un lugar bastante más apropiado y menos prosaico que un Mercadona. Intercambiaron los números de teléfono, lo que a Juan le pareció algo parecido a cruzar el umbral del paraíso y, como si se hubiera declarado un incendio, se dirigió a la caja y se preparó con renovada paciencia para liquidar su compra, que con las prisas había quedado algo famélica, aparte de las bebidas espirituosas. Topó con una larga cola de esas que hacen desaparecer el buen humor y el optimismo en un chasquido, pero se hizo más llevadera porque aún saboreaba el inesperado encuentro e imaginaba que ese corto pero sugerente momento podía ser el inicio de una relación más íntima y regocijante.

Y pensaba Juan que, en adelante, no volvería a remolonear para hacer la compra, aunque la próxima vez la haría mejor arreglado, arrinconado el chándal, que parece el uniforme de los desheredados, porque nunca se sabe dónde puede aparecer la persona que te cambie la vida.

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