La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Rememorando los hechos más importantes de su vida, se daba cuenta Juan Mediócritas de que nunca había conseguido llamar la atención de los que le rodeaban. De familia acomodada y de rutinas graníticas, no recordaba haber pasado por grandes atolladeros ni en lo afectivo ni en cuanto a sus necesidades básicas; siempre se había sentido bien atendido y jamás hubo de exigir atenciones de mayor enjundia por lo que las carencias a temprana edad no le servían como excusa, pero sabía Juan que estaba irremediablemente condenado a pasar desapercibido ante sus semejantes. Notaba que su inteligencia no destacaba, si bien mezclada con buenas dosis de esfuerzo le había llevado a obtener un puesto de trabajo que satisfacía sus ambiciones; todos le decían que era persona de buen corazón, lo que le abría las puertas de varios grupos de amigos en los que nunca sobresalía pero tampoco desentonaba; había admirado a muchas mujeres, a algunas las había querido con pasión y desinteresada entrega, sin embargo, todas habían acabado diciéndole eso de “mejor seguimos siendo amigos” o “eres un sol, seguro que encontrarás a otra”; jamás llamaba la atención en ninguna reunión y siempre salía de ellas con la impresión de que si no hubiera ido, nadie le habría echado en falta. En definitiva, sopesando los acontecimientos que poblaban su existencia, había llegado Juan a la conclusión de que bien podría autoproclamarse apóstol de la medianía.
Se imaginaba Juan como directivo de una enorme reunión de mediocres
Trabajaba Juan Mediócritas en una gestoría y se había especializado en subvenciones; a través de ellas había descubierto un mundo surrealista que caminaba ajeno a la cordura y a la pretendida solidaridad. Y es que existía una extensa y variopinta gama de ellas que podría satisfacer al solicitante más esperpéntico: enormes cantidades para el desarrollo de una lengua que nació, creció y se acomodó sin la menor ayuda; subsidios para la promoción de la gallina autóctona que resulta ser calcada a todas las demás; dinerales que rescatan de la ruina a medios de comunicación incapaces de sobrevivir por sí solos dada su incompetencia; fortunas destinadas a pérfidas asociaciones que promueven la agitación y el alboroto; fondos dilapidados en rescatar señas de identidad que no identifican a nadie; capitales que impulsan lo moderno -por cutre y cochambroso que sea- en detrimento de lo antiguo, útil pero gastado.
Tanto despilfarro había hecho reflexionar a Juan hasta el punto de verse como beneficiario de una de esas generosas dádivas. Para justificar esa aportación solo se le ocurría ofrecer como reclamo su atonía vital que, desde luego, no era nada fácil de sobrellevar, pero que bien remunerada podría convertirse en la forma de descollar que tanto había anhelado a lo largo de su ramplona existencia. Pudiera ser además que otros mediocres de su entorno -tenía que haberlos por miles- se adhirieran a su iniciativa y, como grupo de influencia, pudieran exigir mejores condiciones para su hasta ahora insulsa presencia en el mundo. Pensaba Juan que nada hay mejor que el dinero para dejar de pasar inadvertido; unos bolsillos llenos serían el reclamo que la fortuna no dispuso en su naturaleza y una parte del contenido podría provenir de la bolsa común.
Se imaginaba Juan como directivo de una enorme reunión de mediocres que pretendían ganar autoestima sin tener que recurrir a los costosos e irresolutos sicólogos, tan habituales en este gremio, y presumía un futuro diferente y halagüeño.
¿Por qué no recibir la ayuda de tu entorno por no poseer las gracias que sólo la providencia provee? Así podría alardear de esa aurea mediocritas que promulgaban los poetas clásicos y tan denostada en esta exigente modernidad.