José Cercas

Memoria, dignidad y herencia de una generación que no pidió nada
Hubo un tiempo en que la vida no se explicaba: se sostenía.
No necesitaba discursos, ni análisis, ni razones. Bastaba con levantarse cada mañana, encender el fuego, poner un puchero al lento latir del día y seguir adelante. La vida era un acto humilde de resistencia cotidiana, una sucesión de gestos mínimos que mantenían el mundo en pie sin reclamar atención ni aplauso.
Pienso en ello ahora, cuando diciembre se vuelve más lento y la memoria adquiere una densidad distinta. La Navidad tiene esa extraña capacidad: ilumina las casas, pero también las ausencias. No trae únicamente alegría ni únicamente melancolía, sino una forma más profunda del recuerdo, esa zona intermedia donde lo vivido y lo perdido conviven sin estridencias.
Mi madre murió un 21 de diciembre.
Y desde entonces, cada Navidad posee para mí un doble fondo: el de la celebración compartida y el de la memoria íntima. Con el tiempo he comprendido que recordar no es reabrir una herida, sino tocar una raíz. Y las raíces —aunque atraviesen tierra dura— no duelen: sostienen.
Ella pertenecía a esa generación que no se explicaba la vida. La hacía.
Hombres y mujeres que no hablaban de emociones porque estaban demasiado ocupados en protegerlas. Que no nombraban el sacrificio porque lo practicaban cada día. Que no pedían nada, pero lo daban todo. La vida, para ellos, era responsabilidad antes que promesa; constancia antes que brillo.
En casa, la Navidad no era grandilocuente.
Era una mesa compartida, una comida ligeramente distinta a las demás, una frase dicha a media voz, un gesto pequeño que lo ordenaba todo. Mi madre no hablaba de felicidad, pero la ejercía. La repartía como quien reparte pan: sin ceremonia y sin reservas.
Aquel modo de vivir no necesitaba manuales ni consignas. Había una ética silenciosa en cada acto, una pedagogía sin palabras que enseñaba a resistir sin dramatismo. Hoy, cuando el mundo exige explicaciones para todo —incluso para el amor y el dolor—, echo de menos aquella forma de estar en la vida. Aquella dignidad callada. Aquella certeza profunda de que no todo necesita ser entendido para ser verdadero.
Mi madre no dejó grandes lecciones escritas.
Dejó algo más exigente: ejemplo. El de sostener la vida cuando pesa. El de seguir adelante sin convertir el sufrimiento en espectáculo. El de cuidar sin condiciones, sin contratos emocionales, sin discursos altisonantes.
Por eso, cuando llega la Navidad, no la imagino ausente.
La imagino presente de otra manera: en la forma de poner la mesa, en el cuidado con que miro a los demás, en la calma que intento no perder. Hay personas que no se van: cambian de lugar dentro de nosotros.
Tal vez de eso trate la memoria: no de mirar atrás con tristeza, sino de permitir que lo vivido siga teniendo consecuencias. Que la vida de quienes amamos continúe actuando en la nuestra como una presencia discreta, pero firme. Que siga orientando nuestros gestos cuando nadie mira.
Hubo un tiempo en que la vida no se explicaba: se sostenía.
Quizá hoy, en medio de tantas palabras, recordar eso sea suficiente.
Y ahora, sin ruido y sin consigna, con la serenidad de quien ha heredado una llama antigua, nos toca sostenerla.

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