Desde mi ventana
Carmen Heras

Cuando quedé embarazada de mi hijo, el ginecólogo que me atendió me anunció riesgo de aborto dictaminándome que debía guardar reposo absoluto durante un mes.

Yo vivía sola, mi marido trabajaba a 120 km de distancia y en aquellos tiempos no había permisos de paternidad ni para situaciones como esta ni para nada; mi entorno familiar estaba lejos, mi suegra acababa de morir y mi madre no podía desplazarse, así que me las hube de apañar como pude. Me levantaba, me sentaba en una silla delante de los fuegos de la cocina, cocinaba algo rápido, comía y regresaba a la cama. Me aseaba y volvía a la cama…Y así, con todo, durante los 31 días del mes señalado. Me acostumbré a comer filetes de ternera con patatas fritas. El hacerlos era muy cómodo. ¡Y bendito de Dios que tenia para comprarlos!

Un día vino a verme una colega, gallega por más señas. “Oye, me dijo, llámame para lo que necesites…”. Otro día llegó otra. Venía a pedirme clemencia para un muchacho al que yo había suspendido en matemáticas y era pariente de quien la había enchufado en un puesto importante. A la primera le di las gracias, cortésmente (yo necesitaba a alguien todo el tiempo y ella tenía sus propias obligaciones). A la segunda le dije que no, que no aprobaba a quien no se lo merecía, y se acabó marchando muy enfadada…

Afortunadamente, poco a poco, mi cuerpo se fue adaptando al embarazo. Pasado el mes hice vida normal y mi hijo nació a su tiempo y perfectamente sano. Pero desde entonces los filetes de ternera con patatas representan para mi el símbolo entrañable de la resistencia. Como lo fue la solidaridad entre mujeres de la vecina que me acompañó, junto con mi marido, al paritorio, al producirse la hora del parto. Mujer enérgica y con la experiencia de haber dado a luz tres hijos.

Mi marido siempre dijo que cada cual es responsable de su imagen física y tenía razón. Es la parte más humana y sencilla de la historia en su conjunto. De las particulares y de la colectiva. Tan entrelazadas, las unas con la otra. Porque juntas todas las primeras forjan, sin duda, la segunda. Y la dignidad, o no, de esta última conduce a la dignidad, o no, de las conductas individuales.

Otra cuestión es la imagen más genérica que vayamos a dejar en la mente y en el corazón de los que nos rodean, en especial de nuestros seres queridos. Ahí si se debe cavilar antes de elegir. Creo yo. ¿Cómo queremos que nos recuerden? ¿Como cuasi responsables de las cotas de bienestar diario que pensamos merece cualquier ser humano?. ¿O como artífices de su desdicha? ¿Como alguien influyente en el desarrollo integral de la persona, en su progreso físico y psíquico o ¿solo como los intermediarios de los muchos eventos divertidos a los que acudieron?

Porque no hay comparación. Un buen desarrollo de lo cotidiano y fundamental es, sin lugar a dudas, de una inmensa importancia en la evolución de cualquier persona. Todos mantenemos, en nuestra mente y en el corazón, la huella entrañable de quien estuvo ahí, al lado, en nuestra época de crianza y supo hacernos crecer en todas las direcciones a base de buenos y honestos cuidados. Porque, por muchos avatares extraordinarios que tengamos en la vida, uno nunca olvidará a quien diariamente se preocupaba de hacerte el desayuno para que lo tomaras antes de ir a la escuela.

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