Desde mi ventana
Carmen Heras

Hace bastantes años me contaron un chiste, demostrativo (según su autor) del carácter de los oriundos de una región española cuyo nombre no diré, por corrección política y para ahorrarme el bufido de algún moralista de nuevo cuño.

El chiste decía así: Llegó el hijo a casa de la madre y propuso bajar a la bodega para examinar su estado. En vano trató de disuadirle ella, argumentando que resultaba peligroso, dada la oscuridad de la noche, en tiempos aún sin luz eléctrica. Pero el chico insistía una y otra vez.

La madre, entonces, al ver que no lograba convencerlo, cogió un candil de aceite de los usados en la casa y se dispuso a acompañarle. Así lo hicieron, llegando al sótano sin problemas. Y fue, entonces, estando abajo, cuando el muchacho, un obstinado de manual, exclamó muy orondo: “Pues se fastidie usted madre, porque he bajado con los ojos cerrados”.

La obstinación es una característica bastante frecuente en los seres vivos, que vuelve locos a quienes los rodean. En una etapa de mi trabajo académico, topé con una de estas personas, formando parte del mismo equipo. Empecinado en su verdad y en sus razonamientos, jamás admitió un consejo, ni una idea ajena a su propia manera de entender la vida y las administraciones. Y como quiera que estábamos en una de ellas, quien tenía atribuciones para hacerlo, lo cesó de manera sorpresiva. Él, entonces, se revolvió contra todos nosotros e intentó hacernos la vida imposible. Abría las puertas en reuniones cerradas para citar a gritos alguna cuestión que se le antojaba prioritaria, trataba de torpedear cualquier momento laboral, y enviaba cartas, muchas cartas, al por mayor requiriendo, de manera inquisitoria, unas informaciones que, en la mayoría de casos, no eran de su incumbencia.

Al final se cansó y nos dejó trabajar, pero no he olvidado las tretas e intoxicaciones que tardaron en desterrarse del centro en el que convivíamos. Su obstinación fue antológica y por ella será recordado, aunque es cierto que las nuevas generaciones no indagan en los viejos secretos. Después, alguno más he encontrado en la vida…todos ellos llevan el afán de ajustar cuentas hasta el extremo, sin ninguna compasión ni piedad.

Lo vemos a diario por estos lares. La opinión pública, ese todo intangible, tiene un poder extraordinario, y cuando quiere, puede llevar al paroxismo cualquier situación. Con inclemencia. Supongo que esto que digo puede resultar un poco ñoño, pero la vida me ha demostrado que solo la piedad es digna de ser llamada virtud en el corazón de los humanos encarnando uno de sus dones más extraordinarios.

Por el contrario, el reverso de la misma es la dureza del carácter y la obstinación en el enfoque. A menudo hay más de estas características que de sus contrarias. Y así vamos… envolviendo la seguridad propia en el papel albal de lo terco. Y si no me creen, miren a su alrededor…

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