José Cercas

El cristianismo se presenta a sí mismo como una religión de paz. En su relato fundacional no hay conquista, sino nacimiento; no hay victoria, sino fragilidad. Un niño llega al mundo sin defensa alguna y, alrededor de él, se pronuncian palabras que todavía hoy se repiten cada diciembre: paz, buena voluntad, fraternidad entre los hombres.

Pocas religiones han hecho de la mansedumbre un valor tan explícito. Amar al prójimo, perdonar setenta veces siete, poner la otra mejilla. La ética cristiana parece construida para desactivar la violencia desde su raíz.
Y, sin embargo, la historia cuenta otra cosa.

En nombre de esa fe pacífica se empuñaron espadas, se encendieron hogueras, se levantaron imperios. Se mató para defender la verdad, se persiguió para salvar almas, se conquistó para imponer la paz. El mensaje era de amor; el método, con demasiada frecuencia, fue el miedo. La paradoja no es menor: una religión que predica la paz y que, una y otra vez, recurrió a la sangre para protegerse.

La Navidad concentra ese contraste. Se la celebra como el tiempo de la concordia, de los gestos amables, de la tregua simbólica. Pero también bajo ese símbolo —el de la cruz futura ya insinuada en el pesebre— se ha asesinado a mucha gente. La paz proclamada no siempre fue la paz practicada.

Sería cómodo atribuir esta contradicción solo al pasado, a siglos más bárbaros, a hombres menos ilustrados. Pero basta con mirarnos para comprobar que la tensión sigue viva. Hablamos de paz y de bondad con nuestros semejantes, repetimos consignas de convivencia y tolerancia, pero ante la primera disputa solemos ser los primeros en desenvainar la espada.

No siempre es de acero. A veces es una palabra dicha para herir, un silencio calculado, una descalificación rápida, una verdad convertida en arma. Defendemos nuestras ideas, nuestra fe o nuestra razón con una violencia que consideramos justa, necesaria, incluso moral. Casi nunca nos reconocemos como agresores; siempre como defensores.

Tal vez por eso la Navidad incomoda cuando se la piensa en serio. Porque no celebra lo que somos, sino lo que no hemos sabido ser todavía. No anuncia una paz lograda, sino una paz pendiente. Un ideal que se repite cada año no porque se haya cumplido, sino porque seguimos fallando en lo esencial.

Quizá el sentido último de esta fiesta no sea recordarnos que la paz existe, sino que nos falta. Y que mientras sigamos empuñando la espada —aunque sea invisible— cada diciembre volverá a nacer un niño que no conseguimos escuchar del todo.

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