José Cercas

Cada semana me siento frente al papel —o frente a la pantalla— con la misma sensación que se tiene antes de cruzar un río: no sé si llegaré al otro lado, pero algo dentro me empuja a intentarlo. Escribir no es un gesto inocente. Es abrir una herida y ofrecerla a la luz. Cada palabra que nace lleva el peso de todo lo que fuimos y la esperanza de lo que aún podríamos ser.

Muchos creen que el escritor escribe porque tiene algo que decir, pero yo creo que no es del todo cierto. Escribimos porque hay algo dentro que no sabemos callar. Es una necesidad tan antigua como el hambre o el miedo, un temblor que nos obliga a poner orden en el caos, a nombrar lo innombrable, a rescatar del naufragio los restos del alma.

El que escribe no manda sobre las palabras: las palabras mandan sobre él. A veces llegan como una caricia, otras como un golpe seco, pero siempre traen verdad, aunque duela. Y el que escribe, si es honesto, las obedece. Escribir, entonces, es un acto de humildad ante el misterio.

Se dice que escribir es un oficio solitario, y lo es, pero también es un acto de amor hacia los demás. En cada línea tendemos un puente invisible hacia otro ser humano, alguien que quizá no conozcamos nunca, pero que entenderá —aunque sea por un segundo— que no está solo en su tristeza, ni en su alegría, ni en su cansancio. Esa comunión secreta entre quien escribe y quien lee es la forma más pura de compañía que existe.

El escritor vive entre dos mundos: el que es y el que imagina. A veces sufre por ambos. Se levanta temprano, cuando todos duermen, y conversa con fantasmas. Busca una palabra justa como quien busca agua en el desierto, y cuando por fin la encuentra, el mundo se ilumina un instante.

Escribir también es resistir. Frente a la mentira, la mediocridad o la prisa del mundo, el escritor ofrece un espacio de verdad, de lentitud, de profundidad. Mientras el ruido lo invade todo, el que escribe escucha el latido interior de las cosas y lo traduce en palabras. Por eso escribir es un acto de rebeldía: el que escribe se niega a aceptar que todo dé igual, que nada tenga sentido.

No escribimos para ganar aplausos ni premios, sino para entendernos. Y cuando alguien nos lee y se reconoce en nuestras palabras, comprendemos que el milagro ha ocurrido: dos soledades se han encontrado, y por un instante el mundo ha sido menos inhóspito.

Sigo creyendo que escribir es una forma de vivir más intensamente, una manera de mirar el mundo con los ojos abiertos, sin anestesia. Y aunque la vida, a veces, se empeñe en silenciarnos, siempre habrá una palabra que nos rescate. Porque escribir, en definitiva, es no rendirse. Es creer, contra todo pronóstico, que la belleza todavía puede salvarnos.

Artículo anteriorFiletes con patatas fritas
Artículo siguientePilar Galán presenta en Cáceres su último libro

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí