José Cercas

Cuatro poetas caminaban una tarde por el paseo de Cánovas, en Cáceres. Conversaban a medias, cada cual midiendo las palabras del otro, atentos siempre a la sombra invisible de la competencia.

Al cruzarse con una mujer mayor, ella, con voz clara, exclamó:
—¡Ahí va el mejor poeta de Extremadura!

Los cuatro se miraron de reojo. Cada uno creyó, aunque solo fuera un instante, que la sentencia podía estar dirigida a sí mismo. Enderezaron el paso, fingieron indiferencia, mientras la vanidad se agitaba en sus pechos como un pájaro enjaulado.

Entonces, buscando con disimulo la mirada de la mujer, comprobaron la verdad: ella no los miraba a ellos, sino a un anciano sentado en un banco, que echaba migas de pan a las palomas.

El silencio cayó sobre el grupo. Uno carraspeó, otro fingió hablar de un libro, otro encendió un cigarrillo. El cuarto bajó la cabeza. La mujer ya se había marchado, pero las palomas seguían allí, picoteando en el suelo, ajenas a toda gloria.

Desde entonces, cada vez que uno de ellos escribe un poema, recuerda aquella escena. Y comprende, aunque le pese, que el ego del poeta no alimenta a nadie. Las palomas, sí.

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