Desde mi ventana
Carmen Heras

Lo llamábamos Big Ben, como el famoso reloj de Londres, porque, a decir de su enamorada, era alto, estaba “cachas” y besaba muy bien. Tenía un magnífico empleo en uno de nuestros clásicos negocios patrios y a mi compañera la regalaba cada vez que se veían.

No recuerdo su nombre. Se conocieron en uno de los viajes esporádicos que ella realizaba a su casa para visitar a su padre y habían conectado de tal modo que los desplazamientos se hicieron habituales y sistemáticos, cada fin de semana, al hotel donde quedaban para verse. Mientras, el novio oficial (el de los días de diario) esperaba que llegase el lunes para verla.

Mi colega tenía dudas metafísicas sobre a cuál de los dos elegir para una relación definitiva. A cada uno era capaz de reconocerle virtudes y defectos, aunque con la duda, optó por las bondades del presente (ingeniero, un buen sueldo) que por la esperanza de un magnífico futuro (rico heredero, hijo único). Ella y nuestro tiempo eran así.

Lo de poner apodos estaba ya por entonces de moda. Era un código cifrado para entendernos. Cuando muchos años después vi, dentro de un partido político, idénticas mañas al objeto de que si gente ajena ponía el oído, no supiera quien era el interfecto de quien se estaba hablando, no me pareció extraña una costumbre capaz de darle apelativos a cualquier sujeto (hombre o mujer de cierta entidad) que se tuviera delante. Supe así de muchos sobrenombres, simpáticos unos, despectivos otros muchos, con los que nos señalaban (muñeca, monja, Bernarda Alba, tahúr, etc.) Como se imaginarán ustedes hay verdaderos artífices de apodos, genios de la técnica, verdaderos graciosos personales, que ríanse de cualquier caricaturista que se precie…

Encasillados, al fin, en determinados apelativos, todos acabamos poseyendo, ante cualquier ojo externo no demasiado clarividente, la imagen con la que otros intentan describirnos. En una película visionada durante estas vacaciones (“El misterio del faro”), uno de los protagonistas le explicaba a su compañero que había escapado de la aldea donde nació porque todos allí lo llamaban “el bastardo”, por ser hijo de mujer soltera y no haber querido el padre darle sus apellidos. La contestación de quien escuchaba fue contundente: “Te entiendo, si todo el mundo, cada día, te llama bastardo, acabas sintiéndote bastardo”. Desde luego.

Amigos, los sucesos de la historia no son cíclicos porque la historia no lo es, aunque pareciera que retorna siempre para descolocarnos y así no logremos aprender gran cosa de ella. Y dado que, según nos dijo Sartre, el infierno (con sus demonios bastante bastardos) son los otros, esa es la clave en cualquier declaración de intenciones que lleve utilizar epítetos (buenos o malos) para amigos o enemigos. De ahí tanta calificación como hoy se usa en la arena política entre unos individuos y otros (arribista, cuatrero, facha, populista, mentiroso, dictador, etc.) buscando hacer mella en las propias carátulas del libro que los demás, con fruición, hojeamos. Para imponernos una imagen al resto. En una sociedad tan simple como la nuestra, donde a todos pretendemos clasificarlos. Bastante ridículo este quehacer de poner moldes estereotipados, por cierto.

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