Desde mi ventana
Carmen Heras
Siendo niña, yo llegaba a la casa de la abuela y le pedía el libro de las “coplas de ciego” (o pliegos de cordel). Eran un montón de octavillas y de dípticos de variados colores (amarillo, naranja, marrón…) que narraban en verso, en ripios más o menos concordantes, las historias tremebundas del buhonero misterioso, del marido desaparecido y luego regresado, de la doncella mancillada o del muchacho valiente…y que eran contadas en las ferias por hombres ciegos (de ahí su nombre genérico) haciendo las delicias de quienes les oían. Nosotros lo llamábamos libro porque todo el papel iba cosido unas hojas con otras y todas a un trozo de piel natural (quien sabe si de cordero o de ternera) que le daba un aspecto único y acrisolado, tal (y nada menos) como si de un Devocionario del Monasterio de Guadalupe se tratase.
Hoy llega a mí, la figura de Jarrapellejos (Don Pedro Luís) y aún no sé por qué. El inductor del horrendo crimen en Don Benito, novelado por Felipe Trigo. En donde un cacique manda matar a una muchacha y a su madre por oponerse la primera a sus deseos, sexuales (o de mando en la plaza). Posiblemente por ambas cuestiones. Los asesinos fueron condenados a morir mediante garrote vil, aunque hay quien cuenta que, por mor de las influencias, pudieron salvarse…
Como la belleza es una cualidad tan subjetiva, una mira la foto real de la muchacha muerta y se pregunta el porqué de la saña, en matarla a puñaladas, por parte de quien, al parecer muy enfadado con ella, decidiera darle una lección, y robándole todo rasgo de guapura, no dejarla vivir. Fundamentalmente, para alardear “poderoso” ante el pueblo llano, no fuera nadie del mismo a suponer que si “todo el monte es orégano”, cualquiera puede atreverse a desafiar las costumbres clásicas de dominio en una región.
Afortunadamente son otros tiempos. El sentido igualitario entre ambos sexos permite a la mujer dar rienda a su propia voluntad en las decisiones que toma, sin que nadie vea como una afrenta insufrible su indiferencia o falta de consideración. Es cierto que siguen existiendo los maltratadores y los asesinos de mujeres, pero no son casos generales ni la sociedad propugna tremendas atrocidades. Por el contrario, las persigue y las castiga. Como debe ser.
Muchas veces he pensado que las mujeres, incluso las más extremistas en la disertación, debieran ser lo suficientemente avispadas como para no matar la gallina de los huevos de oro que significa un trato cuidado específico (permanente en el tiempo) a cada una, por el mero hecho de ser mujer. Y acotarlo ellas, antes de que venga algún exaltado y lo quite, en pro de la reducción del montón de departamentos, algunos inhábiles e improductivos, existentes para defenderlas. Porque si analizamos bien, una creencia sincera en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres contradice, en si misma, el deber imperioso, y por ley, de protección de las féminas sobre el otro sexo, solo entendible si aquellas fueran mucho más débiles e inferiores. En cualquier instancia y situación. Con el hombre (así, en general) ostentando un rol poderoso encargado, eternamente, de sacar las castañas del fuego, por ellas. Y lo mismo sucede con los aspectos económicos del asunto: En una verdadera igualdad de condiciones entre sexos (con ingresos por ambas partes) es difícil sostener el planteamiento proteccionista ordenante de que sea el varón el único abonador de todos los gastos, sean éstos de mantenimiento, familia, piso, ropa, etc., cuestiones todas propias de la vida en común.
























