José Cercas
Hay ciudades que se visitan y ciudades que se viven.
Y luego está Cáceres: una ciudad que respira dentro de quien la recorre,
que se instala en la memoria con la delicadeza de una confidencia
y la fuerza serena de una revelación.
Hoy he vuelto a caminar su casco antiguo —no por rutina ni por turismo,
sino por una necesidad íntima—, como quien se asoma a un espejo
del que ha estado huyendo sin saberlo.
Llueve.
Llueve con esa cadencia que en Cáceres es casi un rito: una lluvia que no incomoda
ni disuade, sino que parece comprender que la piedra necesita ser tocada
de vez en cuando para seguir viva.
Mientras los turistas avanzan en grupos, abriendo paraguas como flores tímidas,
yo camino al ritmo del agua, con la tranquilidad de quien sabe
que cada gota está contando una historia.
La ciudad, mojada, despierta un brillo antiguo, como si recordara su propio mito.
Las calles estrechas respiran con una dignidad que no necesita ornamentos.
Las fachadas se alzan hacia el cielo gris, y el silencio —ese bien tan escaso—
se abre entre las piedras como una invitación.
Caminar Cáceres en días así es entrar en una conversación sin palabras.
El agua se desliza por los muros como si leyera en voz baja
la escritura de los siglos.
Los pasos suenan hondos, y cada esquina ofrece una posibilidad de asombro.
Entonces uno siente la ciudad no como un lugar, sino como un ser vivo:
un animal antiguo y benévolo que observa, calla y acoge.
Amo Cáceres de tal manera que lo dejo aquí escrito:
Cáceres es mío por derecho de adoración.
No lo poseo: lo reconozco.
No lo reclamo: lo siento.
Y donde vaya mi voz, irá esta certeza.
Pero esta afirmación no excluye a nadie.
Porque Cáceres es mío del mismo modo en que puede ser de todos:
de quienes la miran con el corazón abierto,
de quienes escuchan el silencio de la Plaza de las Veletas,
de quienes se detienen bajo el Arco de la Estrella
para oír el rumor interior que la ciudad despierta sin proponérselo.
Cáceres pertenece a quienes entienden
que el tiempo no es enemigo, sino narrador;
a quienes comprenden que caminar por su casco antiguo
es caminar también por uno mismo.
Aquí nada se impone: todo se insinúa.
Nada exige: todo convoca.
La luz no deslumbra: ilumina desde dentro.
Hoy, avanzando entre turistas, gotas y piedra,
he sentido que la ciudad me hablaba.
Algo en mí se reconocía en las torres, en los tejados húmedos,
en las sombras que acarician los muros.
Cáceres no es un paisaje: es una mirada que se devuelve.
Al final del paseo, la lluvia seguía cayendo con la misma dulzura obstinada.
Sonreí sin saber por qué —o sabiéndolo todo—
y tuve la certeza de que este vínculo no es casual ni pasajero.
Cáceres se hereda en la emoción, se guarda en la voz, se escribe en el gesto.
Es una ciudad que permanece dentro, que acompaña, que late.
Cáceres permanece donde la emoción despierta,
y solo se entrega a quienes la miran
con el corazón
y los ojos en alerta para el asombro.
























