Religion-Republica-Dominicana

Desde mi ventana /
Carmen Heras

En pleno desajuste de unas cuantas ideas, me interesa la tesis de que las religiones han contribuido a la evolución de las sociedades como tales.

De acuerdo a ella, las religiones organizadas estructuran sistemas que han conseguido mantener unidos pequeños grupos humanos primigenios, en los que sus miembros se conocen y por tanto no cabe la tentación particular de buscar el bien propio a cuenta del común de todos. La convivencia basada en el principio de reciprocidad, tan característico de la evolución humana: ese no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti.

No lo digo yo; sesudos estudios de sesudos estudiosos en antropología y neurociencia, publicados recientemente en revistas de prestigio, lo explican. Aunque también haya otras conclusiones que contemplen lo contrario, o muestren situaciones donde los «ateos» saben comportarse de manera muy altruista.

«Digamos que (las) religiones aumentan o amplifican algo que todos llevamos dentro: un instinto moral, un sentido de justicia, del bien y el mal. No se necesita la religión para esto, ya está codificado en nuestros genes; [pero] las religiones moralizantes lo potencian…» afirma Manuel Martín Loeches, Coordinador del Área de Neurociencia Cognitiva del Centro Mixto UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humanos, convencido de ello.

Me ha dado por pensar en lo anterior ahora que el país está inmerso, (al menos así lo cuentan los medios de comunicación), en la búsqueda de un nuevo Presidente bendecido por una mayoría de votos que le permita, primero el nombramiento y después gobernar. Combinaciones teóricas las hay para todos los gustos. Desde los que, matemáticamente, suman el número de escaños y luego buscan el vestido que «vista» al pacto, hasta quienes, convencidos sin duda de la fraternidad entre miembros de «religión» semejante, no dudan en reclamar combinación tan idónea, pues dará a España unos nuevos tiempos haciéndola salir de las penurias de los últimos cuatro años.

Yo no creo en la existencia de una receta única. De tan dividido como ha quedado el Congreso es complicado decir brevemente cuál es la mejor «solución» de acuerdo a unos objetivos, porque si estos cambian puede cambiar la mezcla. De la exigencia antigua de no jugar a los «pasteleos» hemos pasado a una petición incesante de diálogo que haga posible la formación de un Gobierno. En pura ansiedad.

Si de algo nos vale la experiencia es para saber que demasiada presión no siempre es buena cuando deben tomarse decisiones acertadas. Y más en una época no similar en lo fundamental a aquella del pasado siglo cuando muchos jóvenes vehementes vinieron a nuestro país para defender a correligionarios desconocidos solo por el hecho de tener su misma ideología o «religión». Las cosas ahora no parecen funcionar así.

No se debe generalizar, desde luego, ni un sentido ni en el contrario. Pero yo no atisbo esa «comunión» que se supone existe entre personas que afirman poseer los mismos credos. El cainismo, ese impulso de matar metafóricamente al hermano es una realidad en demasiadas ocasiones, con quijadas o sin quijadas de burro, como cuenta la Biblia.

Tampoco digo que el extremo contrario sea el mejor, pero debiera haber una equidistancia marcada por el sentido de pertenencia a un país como tarea compartida y unos niveles de cooperación propios de sociedades complejas y no de la España del garrotazo que pintó Goya, con dos hombre pegándose fuerte, medio cuerpo enterrado en tierra, para no poder escapar.

 

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