La amistad y la palabra
Enrique Silveira

“No sé de qué se habla, pero me opongo” es quizá la expresión más conocida atribuida a un reconocido personaje de nuestro acervo cultural, Miguel de Unamuno. De todos es sabida la tendencia irrefrenable al conflicto que ostentaba el bilbaíno con corazón salmantino, sin que haya quedado claro si ella provenía de un desmedido interés por mejorar las deficiencias de la sociedad a la que pertenecía o, más bien, aparecía como la consecuencia de una patología inconfesable. Indudablemente se podría decir del autor de “Niebla” que se avituallaba de inconformismo, que su inherente rebeldía le resultaba indispensable para sentirse vivo y le servía de enérgico nutriente en su actividad literaria, social y laboral.

No son pocos los que, al hablar sobre sí mismos, incluyen esa actitud contestataria como una de sus más apreciables virtudes; son muchos los que piensan que la rebeldía sistemática se erige como fuente inagotable de progreso y prosperidad y que, sin ella en plena ebullición, la sociedad está condenada a una monotonía perniciosa y alienante. Sin embargo, también los hay que aborrecen a aquellos inconformistas que gozan del alboroto y la revolución aunque estos conduzcan a una situación impredecible o directamente a la catástrofe, de manera que hacen de la connivencia con los valores heredados una forma de vida tan apreciable como la de sus indomables antagonistas.

Es dignísimo ser recordado por liberar a un pueblo sometido y conseguir que la venganza y el odio no se alojen en él

Los contestatarios, los insumisos han conseguido en muchas ocasiones que el mundo se transformara y se convirtiera en un lugar mejor, pero en otras han arrojado a sus congéneres al abismo, sin asumir después sus enormes responsabilidades.

¿Quién puede decir que la sublevación de Rosa Parks aquel 1 de diciembre de 1955 al no ceder su asiento a un pasajero blanco no cambió el mundo conocido? Su determinación provocó una revuelta que acabó con la vergonzosa discriminación que los negros sufrían en Alabama y abrió los ojos de los que no veían – o no querían ver- lo ignominioso de ciertas normas.

Muy lejos de esta insigne mujer se encuentran los terroristas vascos – ahora piden el perdón que no merecen- que, para reivindicar su inconformismo, justifican la implantación sistemática del terror e imponen a la sociedad a la que pertenecen sus insufribles fundamentos, esos que envían a aquellos que no los comparten fuera de sus hogares o al camposanto.

Ante ejemplos tan dispares, no sabe uno si incluir el inconformismo en el currículo; sería beneficioso si la insumisión se pareciera a la de Mandela, el doctor Fleming o Van Gogh. Es dignísimo ser recordado por liberar a un pueblo sometido y conseguir que la venganza y el odio no se alojen en él; trascendental investigar sin denuedo hasta descubrir un medicamento que alargue la vida o de inexcusable reconocimiento revolucionar la pintura aunque te cueste la ruina en vida: benditos inconformismos. No lo es sembrar el pánico y hacer del asesinato tu actividad más representativa, como de Juana Chaos; destrozar la convivencia en la tierra que te vio nacer por ambición personal amparándose en desvaríos y estupideces, como Puigdemont; o convertir en forma de vida la queja sistemática, la crítica feroz y el desprecio hacia todo el que no se pliega a tus designios, como Pablo Iglesias. Inconformismos estos tan deleznables que no deberían lucir en ningún currículo que se precie, más parecidos a la arrogancia, el endiosamiento y la insolidaridad. Contestatarios sí, pero cabales y respetuosos con los demás.

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