Desde mi ventana
Carmen Heras

Tal vez lo único que nos diferencie a unos de otros sean los sueños, «en el riesgo hay esperanza» (decía Tácito). En el manual de instrucciones que propagan las redes sociales se nos avisa. ¿Cómo podríamos echar en cara a nuestros chicos y chicas que los tengan? Ni a nuestros adultos, ni siquiera a nuestros mayores. El espíritu va por libre y nada tiene qué ver con una piel ajada o unas piernas débiles y cansadas.

Lo qué ocurre es que hay sueños para todos los gustos. Algunos más baratos que otros, como de mercadillo. Ayer mismo hablaba yo con varios alumnos sobre su futuro, una vez terminasen la carrera, y todos proyectaban salir más allá de Extremadura, en pos de opciones varias, pero siempre lejanas, empujados por la ausencia de posibilidades aquí y el influjo de las de las grandes ciudades, donde seguro, seguro -dicen ellos- podrán ubicarse y desarrollarse. Mientras hablaban yo me recordaba a mí misma y la desazón de mi padre cuando le dije que me iba. Pensó, y acertó, que ya no volvería para quedarme de una manera continua con ellos.

Miraba yo, en las fotos del mitin de un determinado político, las caras de quienes escuchaban, mucho más que las de quienes se dirigían a ellos. Eran caras distintas, desconocidas las más, interesantes en sí mismas, por lo que proyectaban. Las había variadas: unas sonrientes, otras difusas, las de más allá expectantes, las mayoría curiosas. Y pensé en la importancia del dirigente, en un país y un territorio mesiánico donde casi siempre se piensa que la solución vendrá de fuera, pero que cuando viene se la expulsa, por no ser de los suyos aquel que la propone.

Ejemplos hay muchos, de lo qué digo. En Cáceres han existido, afortunadamente, burgueses emprendedores que, llegados de fuera, quisieron poner al servicio de todos creatividad y pecunio con un sentido avanzado de las posibilidades de aquí. Pero muchos de sus proyectos serían rechazados y sus nombres permanecerían en el olvido durante tiempo. Hay una actitud encomiable en quienes investigan y recuerdan mucho de lo qué hicieron otros, por un sentido claro de la historia y de la justicia. Las nuevas generaciones tienen la obligación de saber, no sólo el derecho, y de un tiempo a esta parte los azares de la realidad presente han cavado un foso profundo entre lo de antes y lo de después, que no es aconsejable, pues la máxima de «quienes olvidan la historia están condenados a repetirla» se cumple una, y muchas veces, con precisión. Como en el «día de la marmota».

Sólo el tiempo coloca de una manera adecuada las cosas en su lugar, desde la equidistancia que da la lejanía en la emoción. Pero, demasiadas veces el tiempo tarda mucho.

 

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