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Reflexiones de un tenor /
Alonso Torres

Eso me llama mi amor, “traidor”, porque no hago, de una historia pasada, un relato, y es que ya sabemos (desde que leemos al Rezzori -Gregor von-, y a otros similares), que la literatura se convierte en baluarte donde refugiarnos de la barbarie que nos acomete; también sabemos, gracias al autor de “La muerte de mi hermano Abel” (y de “La gran trilogía”, y de “Edipo en Stalingrado”, bru-tal!!!) que es irrisorio intentar escribir una novela después de lo que ya hizo Joyce (debo confesar que lo he intentado, con su “Ulises”, en dos ocasiones, y en ambas, he salido escaldado, pero tengo un truco, abro el libro al azar, leo un par de conversaciones, o una página y media, señalo lo leído, y lo dejo hasta nueva orden cerebral, y poco a poco, engañándome a mí mismo -¿y quién no se engaña?-, voy avanzando con el maravilloso mamotreto) pero aún así, lo intento, el escribir una novela, digo, que llevará por título, “Estaré por los alrededores”, y que se inicia con un (mal) poema de los míos (escrito, hipotéticamente, por alguien que fue a la guerra del Vietnam): <<Detrás de la cortina, espesa, / hay un mundo verde, en apariencia, / que flota sobre costra, amarga; / y navegando en un océano, espacial, / quiero llegar, allí>>.

Él siempre pone nombre de cócteles (alcohólicos, of course, que el “San Francisco” es una gilipollez de tomo y lomo, así lo piensa y manifiesta) a las relaciones que tiene con las mujeres, pero con ella no supo, no le salió “la cosa”, así que le puso nombre musical, en concreto, de un ballet (porque sí, bailaron, bailaron mucho ellos dos) “La flauta de Tania” de Sofía Gubaidúlina. Ella se llamaba Tania, y él pensó, “aunque sea rara de cohones, la composición de la siberiana, tiene el mismo nombre que mi actual amor, ¡me viene que ni pintado!”.

La primera vez que ella subió a la buhardilla de él, sus piernas estuvieron tensas, en escuadra; sentada en el borde del sofá (que en posteriores encuentros sirvió, ese, y otros rincones de la casa, para la “conjugación del verbo amar”, como recordaba él que decía su abuela acerca del asunto amoroso/sexual) parecía una señorita decimonónica, y eso que la falda era cortita, las medias de rejilla y el escote generoso. Más adelante, cuando la situación se estabilizó, o normalizó, y ella ya era asidua a su casa, en un arranque maravilloso (hasta el momento él había llevado la voz cantante) se quitó la falda, las medias y se puso cual ranita panza arriba sobre la alfombra (persa, naturalmente). Él sabía que aquello iba a ser “el cunnilingus” que tanto ansiaba desde hacía tiempo. Ella se dejó hacer (sonaba, desde el ordenador, la 7ª sinfonía en Do mayor del doliente de Shostacovich), y él, en un momento dado, pensó, “voy a ser un guarrillo”, y le buscó una de sus manos y se la puso sobre su propia cabeza mientras lamía, chupaba, absorbía… a ella le gustó mucho aquello (lo de la mano en la cabeza de él, digo).

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