piano

Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES

Está sobre el viejo piano de cola (Vallel & Hijos, blanco con adornos dorados; éstos desaparecidos), en lo que antes era la “sala de música” y hoy es salón-comedor-habitación-sala.de.estar-cocina-biblioteca… de un gran piso señorial en el cogollito ciudadano y que es, en estas fechas, una casa con re-re-realquilados, donde el último propietario, o sea, yo, vive, o mejor dicho, deja pasar el tiempo. Está sobre un piano que hace muchos años nadie toca, y más que probable, seguramente, desafinado, en el que se han ido colocando los más variados objetos y fotografías (una especie de “Santuario”, ¡hostias, como el libro de Faulkner en el que se relata una violación!), fotografías “de todos los caídos”, como dice mi amigo Ignacio cuando viene a visitarme (cada vez menos, pues hace tiempo que el alcohol no nos sienta bien, ¿y para qué vernos si ya no podemos emborracharnos?). Está colgado en un marco apropiado para él (abaniquero), llenando casi un lienzo entero de pared que está por caerse, por desmoronarse (como todo; ¿quién dijo que la vida era un derrumbe, Jaime Gil de Biedma? Sí, él lo dijo) por las humedades y las cronologías.

¿Quién dijo que la vida era un derrumbe, Jaime Gil de Biedma? Sí, él lo dijo)

Se ha ido vendiendo todo aquello que desde Anhart y Witelbach se trajo en tren, también todo lo que se mandó en barco (fletó la empresa Merck una goleta de cuatro palos, o tal vez un vapor… ya saben, ¿verdad?, la memoria y la nostalgia juegan con nosotros como el mismísimo y tirano Dios) para que trasladaran a España lo que los bisabuelos, abuelos y tíos acapararon (y nunca mejor dicho) en Manila, lejana tierra tan de promisión, con sonoridades queridas y antiguas para mí.

Está el abanico, grande y magnífico (hay que hacer un arreglo a las varillas y darle un par de puntazos aquí y allá) despidiéndose de la casa (ya digo, lo que antes fuera “sala de música” y hoy es… y además, ahora, les abro mi alma y les desvelo que utilizo para el aseo el lavadero con el w.c. eléctrico que monté allí; los dos grandes baños y el pequeño son para los re-re-realquilados), está dando su último aliento, el abanico, lo voy a vender, y con el dinero terminaré de pagar mi enterramiento, ¡maldita mutua!, en la casi olvidada cripta familiar, “Meer-Compte”. Relata, el gran abanico (dos metros quince de punta a punta) una escena continua sobre la boda de una chica (es de suponer que filipina, aunque en casa siempre se le llamó, “el abanico del casamiento de la chica china”), desde la petición de mano hasta los esponsales, pasando por la presentación de los novios y la fiesta posterior. Es, el abanico, de seda y muselina, de nácar y marfil. Es grande, es hermoso y está lleno de recuerdos, de voces, de olores, de pasado, pero no de futuro. Desde mi butaca, que está en el acristalado balcón, para aprovechar más tiempo la luz natural, me despido de él, re-re-releo a Zwueig (esta vez, “Mendel, el de los libros”) y desde que vendiera la vieja radio de válvulas, una Graetz (antes fue el tocadiscos y toda la colección de vinilos), solo escucho, a lo lejos, las sirenas de los barcos.

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