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Eduardo Villanueva

La venganza hecha poesía visual. El cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu puede navegar entre la pretenciosidad de ‘Babel’ y la pericia narrativa de ’21 gramos’, pero siempre con una calidad indiscutible en la puesta en escena.

El año pasado se llevó el Oscar al mejor director por ‘Birdman’ (es el segundo mexicano que lo consigue, después de que Alfonso Cuarón lo ganara un año antes por ‘Gravity’, dando muestras de la potencia de los talentos mexicanos que importa Hollywood) y este año tiene todas las garantías de volver a pugnar por la estatuilla gracias al brutal trabajo que se marca en ‘The Revenant (El renacido)’; con la inestimable ayuda de la fotografía (la mejor de 2015, sin duda) de Emmanuel Lubezki.

Solo hace falta visualizar los primeros 20 minutos de ‘The Revenant’ para inundar la retina de puro cine. Un espectáculo visual de altura, que remite directamente a obras de calado épico como ‘Salvar al soldado Ryan’ (salvando las distancias entre la melosidad de Spielberg y el realismo salvaje que imprime Iñárritu a casi cada escena) y ‘La delgada línea roja’ de Terrence Malick.

De hecho, en ‘The Revenant’ Iñárritu se zambulle en el espíritu metafórico que Malick dibuja en sus películas, pero ahorrándonos la filosofía barata de sus último trabajos (como en ‘To the Wonder’).

Después de haber cogido aire tras la primera secuencia inicial, donde nos presentan a los personajes en medio de una batalla entre indios y colonos, en la que la violencia supura belleza gracias a una dirección sublime y a la increíble fotografía de Lubezki, aun nos queda (y no lanzo ningún spoiler) disfrutar del realismo asombroso de la escena en la que DiCaprio lucha a muerte con un oso. Esa es LA ESCENA que desencadena toda la trama de la película. Una cinta en la que la venganza se convierte en el motor principal de un personaje que se ve envuelto en una odisea sin parangón.

La película está inspirada en la biografía de Hugh Glass, un trampero del siglo XIX que sobrevivió al ataque de un oso pese a ser dado por muerto, abandonado por sus compañeros y enterrado en la nieve en medio de la nada.

El guión le añade el aspecto de la venganza para desarrollar un western atípico, una road movie seca y cruda y ofrecer un final a la historia a la altura de los grandes duelos del celuloide.

La fisicidad del personaje al que DiCaprio se ve abocado a interpretar le convierte en un caramelo para los académicos. Si no gana el ansiado Oscar este año, que deje de intentarlo y se espere ya al Oscar honorífico.

Cierto es que las escenas de ensoñación casi litúrgica puede restar un poco de ritmo a la película, aunque estén rodadas de forma exquisita. Aquí el guión tiene un papel secundario; los diálogos apenas importan. Todo está supeditado al poder hipnótico de la imagen, al poder salvaje de la naturaleza, con elegantes planos secuencia y movimientos de cámara muy estudiados, que ofrecen al espectador un gozoso y salvaje viaje realista, sin descartar la introspección psicológica.

Habrá que esperar para digerirla, pero estamos ante una obra de arte de las que marcan una década.

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