Mi ojito derecho /
Clorinda Power

Cuando supe que Carme Chacón había muerto, cogí aire, me llevé las manos a la boca y la torcí como cuando te llevas un disgusto. Me llevé un disgusto. Ya sé que la gente se muere todo el rato, pero esta vez sentí como si esta señora se hubiera muerto en directo, desplomada tras una rueda de prensa, a los pies de mi televisión.

Yo no sabía que estaba enferma, que tenía una enfermedad de mierda. Me dieron ganas de gritar ¿por qué nadie me avisó?, como si saber que vivía con un corazón del revés me hubiera ahorrado el disgusto. Quizá así hubiera sido.

Cuando alguien muere siempre se pregunta al familiar vivo si el muerto estaba enfermo, si hacía mucho que le pegaba su marido, si andaba metido en asuntos turbios. Porque a la muerte hay que buscarle la lógica, aunque la gente se muera todo el rato.

Y no puedo evitar seguir acordándome de Fernando Savater y de la muerte de su mujer, que le pisa los talones y se los hunde en el parqué para que no se pueda mover. Para que cada paso que dé, se arrastre como si sus hombros cargaran con el peso infinito de un muerto. 64 kilos con 300 gramos, 62 si era verano. De ahí aquello de quitarse el muerto de encima, supongo. Lavarse las manos, mirar para otro lado, seguir con tu vida.

El padre de un amigo se está muriendo. El padre de la novia de un amigo se está muriendo. Ninguno de los dos sabe que se está muriendo, sus familias les quieren ahorrar el disgusto, como si la lógica de la muerte solo nos sirviera a los que coleamos, no vaya a ser que el enfermo sepa de su destino y nos dé otra lección con la mano bien abierta mientras aún esté vivo.

Un beso desde aquí a la gente que se muere todo el rato. Y dos a los que tienen el detallazo de avisarnos.

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