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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Miro el móvil porque me da que son más de las ocho. Aún no ha amanecido y los rezagados nos desplazamos sigilosos hasta las aulas sin muchas prisas. No hay duda de que me faltan ánimos para incorporarme a la insufrible tarea de la formación y que no espero de ese día nada especial que lo diferencie de los últimos ni de los que vendrán. Ocupo mi sitio, reconozco las caras que hay a mi alrededor, pero no tengo fuerzas para siquiera saludar. Solo pienso en lo lejos que se encuentra el final de la mañana. No recordaba que la primera clase es Lengua… y no soporto a este tío. Tan pedante, tan exigente, tan de otro tiempo. ¿Por qué se empeña en que conozcamos a una tal Celestina? No estoy dispuesto a escribir mis mensajes de whatsapp con corrección académica. Mis colegas se reirían de mí si contara chascarrillos en los que no falta ni un acento.

Por lo menos hoy no se ha quejado de que llego un poco tarde. ¡Si este supiera lo que me ha costado levantarme, sería más misericordioso! Es cierto, esta última palabra la conozco porque la monja de Religión la usa constantemente y, al final, se me ha pegado. No puedo ni estar erguido y me recuesto sobre la mesa. Los brazos me sirven de almohada. Oigo un susurro, pero no pongo interés por lo que dice. Ahora sí escucho con claridad, porque lo que antes era casi imperceptible se ha convertido en un berrido: “¡Bejarano, a mi clase se viene dormido de casa!» Como si fuera tan fácil permanecer despierto mientras tú continuas con esa monserga inaguantable. No tengo más remedio que incorporarme y aparentar que atiendo. Si no lo hago, volverá a reñirme, no me dejará en paz y me pondrá como ejemplo negativo, ¡le encanta hacerlo! Pero lo que él no sabe es que a mí eso me importa un rábano. Todo lo que me dice me resbala. Incluso cuando se empeña en que lo hace por nuestro bien, que no sabemos lo malos que son estos tiempos, que hay muchos ingenieros en paro, que debemos ocupar un lugar en la sociedad y que le entenderemos dentro de no mucho tiempo, pero puede ser ya tarde.

Parece que voy despertando. Si le veo enfrascado en las explicaciones, sacaré el móvil y contestaré a los amigos que estén tan aburridos como yo, pero no tan vigilados, por si han podido colar algún mensaje. Seguro que algo interesante dirán que me saque de este sopor.

Solo me hizo gracia este hombre el día en el que nos contó cómo había conocido a su mujer. Eran profesores en el mismo instituto, coincidían a menudo, pero no se atrevían a quedar, por timidez dice, desde luego en clase no lo parece ¡menudo carácter! Claro, tanto tiempo coincidiendo, acabaron por juntarse. Según dice, se le hacían largas las clases porque tenía muchas ganas de verla. Ese día me pareció hasta humano, pero no duró mucho, en cuanto volvió con la pelfa de un tal Garcilaso que estaba colgado de una que no le hacía ni caso me amuermé de nuevo.

Se acerca la hora, la clase se me ha hecho eterna, como casi todas, y todavía quedan otras cinco y ninguna de ellas me gusta. Menos mal que después coincido con Raquel en Tecnología y puede que al menos me mire. Cada día me gusta más. Me encantaría que estuviera en mi clase, así podría verla a todas horas, aunque ella no notara mi presencia. Es como una diosa, cuando sonríe se me altera el pulso. Si alguna vez se fijara en mí, estoy seguro de que la vida cambiaría, sonreiría yo también y no me daría pereza venir al instituto. A lo mejor acabo como el Garcilaso ese.

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