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Reflexiones de un tenor /
Alonso Torres

Lo primero que hizo cuando salió de la penitenciaría del condado de Phatawpanakoy fue afeitarse. En la vieja bolsa de cuero, piel de gato, guardaba todo su capital, a saber; la navaja de afeitar, un poco de jabón, un bote vacío, pero con esencia, de betún (siempre le gustaba llevar los zapatos, por viejos y agujereados que estuvieran, brillantes y pulidos), unos centavos (a los que había añadido los veinticinco dólares dados en caridad por Las Damas Intercesoras), el libro que heredó de su madre, “Las suplicantas” de Esquilo (“nunca supliques, hijo mío”, le dijo la vieja antes de estirar la pata tras ser picada por una hoolbroki, “coge lo que tú quieras, Dios Nuestro Señor es misericordioso con la tierra, y el hombre libre es poseedor de todo lo que hay sobre ella, y tú, hijo, eres un hombre blanco, y libre”), y poco más, poco más llevaba en la bolsa hecha con la piel de un gato muerto muchos años atrás.

Después de subir la pendiente que le llevó hasta río y atravesar la Interestatal, apenas un camino mal asfaltado y peor señalizado un poco más ancho que los otros circundantes, se encaminó al garito (la mitad de él sobre unos maderos podridos que amenazan, seriamente, muy seriamente, con hacer que toda la parroquia de colgaos que por allí pulula acabe empapada en el agua verde y estancada, o peor, en las grotescas fauces de algún gordo aligator; que no se lo tragará entero, no, pero que le dejará, sin duda, feas heridas y una buena historia que contar), dice, el narrador, que después del afeitado y de subir la pendiente del río, el expresidiario (que todavía no tiene nombre, ¿Palmiro?), se encamina, gustoso y feliz, hacia el garito de Mama Tereysa a comer una tortilla un poco quemada, especialidad de la casa, con salsa picante y una botella de 0`26 galones de vino espumoso (otra especialidad de la casa), y por supuesto, a escuchar a los negros que rasgan viejas guitarras remendadas y soplan oxidadas armónicas que suelen convertirse en armas a ciertas horas de la noche.

A falta de media milla, si la música es buena, se escucha a la perfección por el estrecho y sinuoso camino que conduce al “oasis de los negros” (como catalogan el sheriff y sus piadosos chicos del Klan, al garito de Mama Tereysa), la repiten los cipreses calvos como si fueran pilares y columnas de una verde.oscura y profunda catedral (si no hay buenos intérpretes lo que se oye es el canto de los pájaros; el piar, profundo y agudo, de los kites, o el golpeteo, incansable, sobre los viejos árboles, de los pájaros carpinteros)… Palmiro cree que la que canta (hace un año que no está libre y puede haber sucedido, en ese periodo de tiempo, cualquier cosa, <<en un año puedo volverme rico, morirse un rey, o hablar un caballo>>), digo, vuelve a decir el narrador, que Palmiro cree que la que canta es La Bensana, una mestiza negra-india de poderosa voz y genial trasero, y el alma (y su serpiente blanca de Lousiana, por supuesto) se le ensancha, pensando en esta noche que ya empieza a caer sobre todas las criaturas que Dios Nuestro Señor creó a Su Imagen y Semejanza, y Samuel Colt igualó.

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