Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES

A San Petersburgo, Peter, como la llaman los petersburgueses, me llevaron tres razones, y ninguna de ellas fue él, el que ahora me espera, le veo, en la esquina del Palacio Ostrogonov con La Nevski (está sentado, balanceando sus pies, enfundados en unas poderosas botas de invierno, en el pretil de la ventana de la izquierda de la entrada principal del palacio). Hace mucho frío, pero sonrío cuando cruzo el puente.

La primera de ellas, la primera de las razones que me llevaron a San Petersburgo, fue una beca del Museo del Prado; la segunda, mi afición por la literatura rusa, así, en general, pero sobre todo Belyi y sus novelas “San Petersburgo” (que me desveló, más que otros/as, qué es lo que pasa por mi cabeza cuando de tragedias se trata) y “La aguja del Almirantazgo” (ma-ra-vi-llo-sa); y la tercera razón, vinculada esta a la primera, y que fue la excusa perfecta para ir allí, al Lejano Este Europeo (<<el árbol ruso, mal cuidado por los jardineros occidentales, y golpeado por los vientos asiáticos>>, escribió Turguènev), fue el cuadro titulado, “Retrato de un desconocido con tricornio” de Rocotov. Mantengo que no es un “desconocido”, y sobre esto versa mi doctorado, sino una “desconocida”, y utilizo las comillas porque el título llama a engaño, porque el maestro escondió, bajo ese título y esa pintura, a su amante, la princesa Tatiana Ivanovskova Limoskayev, casada con el Gran Duque Dimitri Dimitrovich Limoskayev. Si el Gran Duque se hubiera enterado del affaire de su mujer, hubiera matado al artista, en duelo (sable o pistola), o a golpes, o incluso por encargo… No, por encargo no, lo hubiera hecho él mismo, y lo hubiera hecho a golpes, por ejemplo en el teatro, cuando todos estuvieran entrando: se abalanzaría sobre Rocotov después de saltar, literalmente, de su carruaje aún en marcha, gritando el nombre de su enemigo, “¡¡¡Rocotov, Rocotov… infame villano… Rocotov, has ultrajado mi casaaaa… vas a moriiiirrrr!!!”, y apartando a la gente, que sorprendida vería la escena (el Gran Duque amaba el espectáculo, incluso participaba en soirees como actor y como músico, y no era malo ni actuando, sus papeles dramáticos le habían proporcionado fama de “impulsivo”, ni tocando el chello, “pobre Bach”, repetía siempre que terminaba un concierto), cogería al pintor, y después de zarandearlo, de golpearlo con sus poderosos puños y de tirarlo al suelo, patearía su cráneo hasta reventarlo, y allí quedaría, tendido en un charco de sangre, con la toda la sesada esparcida sobre el piso de mármol, y el Gran Duque, que no podría ser detenido hasta orden directa del Zar (Dios guarde muchos años), quitándose el abrigo y dándoselo a su gigante criado tártaro, Sam, diría preocupado, “rápido, La Warnaponsky entra en escena en el primer acto”.

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