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Desde mi ventana /
Carmen Heras

Los que fuimos niños en la «prehistoria» recordamos los confites, aquellas bolitas rodeadas de azúcar que el padrino arrojaba obligatoriamente a todos los chiquillos acompañantes del neófito a cristianar, o dicho de otro modo, del bautizado con agua bendita en la pila de la parroquia del pueblo. Era toda una fiesta popular en la calle, nada de restaurantes o parecidos. Al salir de la iglesia, al grito de «padrino roñoso» los más pequeños lo rodeaban exigiéndole golosinas y algún que otro durillo de los de la época. El interpelado metía la mano en el bolsillo y arrojaba las bolas de mil colores que todos recogíamos, en el aire o en el suelo, entre gritos y algarabías. Recuerdo uno de ellos, en el pueblo de mis padres, sito en el término del Parque Natural de Arribes del Duero. Vivían las abuelas, aún. La plaza donde está la iglesia tiene un gran verraco vetón traído del Castro de San Mamede, realizado de manera tosca sobre una piedra, al estilo de los «Toros de Guisando» (no en vano, sus antecedentes son los mismos). Denominado en el argot popular «la mula», forma parte de la vida diaria de los habitantes de allí, como si de uno de ellos se tratase. Yo había sido invitada a un bautizo y a la vuelta, a casa de mi abuela, enseñé jubilosa el montón de confites que había recogido. Tengo que decir que no me gustaban demasiado, los encontraba toscos y de escaso sabor, desaparecida la primera capa azucarada. Aún así, niña como era de seis o siete años, había participado del jolgorio, había corrido con los otros y llegaba exultante. Y fue entonces cuando recibí una lección de estilo y moralidad que nunca he olvidado. La abuela me pidió que le diera uno, «uno pequeñito, hija, uno pequeñito» -recuerdo que dijo. Entonces yo rebusqué literalmente en la bolsa y le di el que de verdad me pareció más minúsculo. Y la abuela se rió al decirme : «caramba, pues lo has hecho, ¿esto es lo que me regalas?, yo quería conocer tu cariño y tu generosidad…». He pensado en la anécdota muchas veces, a pesar del tiempo pasado. Sobre todo en aquellos momentos en los que se colocan en cualquier terreno de juego conceptos tales como el de la solidaridad, que no siempre buscan trasfondos meramente materiales porque lo importante puede ser el afecto y la actitud. Regalar lo que tiene un menor interés para cada uno de nosotros es relativamente fácil, claro. Dar unas monedas o una barra de pan al mendigo que está sentado sobre el suelo a la puerta del establecimiento está, prácticamente al alcance de todos. Pero reclamar acciones determinantes para la vida de cuántos estén en situación análoga exige otro tipo de compromiso, ante uno mismo y ante la sociedad en la que se vive. Como lo tiene el reconocer en voz alta y sin tapujos, llegado el caso, a los que nos hacen bien y a los que nos hacen mal o nos muestran su indiferencia. Tengo, para mí, que mientras las gentes de un territorio, sea grande o pequeño, no identifiquen y diferencien a quienes ayudan al progreso general de todos y quienes no, el lugar no avanzará nunca suficientemente, ni caminará en la dirección correcta.

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