La temperatura de las palabras /
José María Cumbreño

Escribo esto mientras veo una tertulia de TV3 que debería mostrarse en las facultades de periodismo para explicar qué es lo que un medio de comunicación nunca debe hacer. Porque, si se hace caso a lo que en ella se dice, cualquiera podría pensar que Cataluña es un pobre país en estado de sitio al que, una vez más, los malvados españoles someten a un cerco que ni el de Numancia.

Lo que ha ocurrido durante la última semana es una descomunal tomadura de pelo, una enorme estafa a la que nos han llevado, de manera interesada, los políticos que tenemos la desgracia de padecer.

El origen de lo que está sucediendo es antiguo y tiene culpables conocidos.

Culpables son Felipe González, Aznar, Zapatero y Rajoy, que, para gozar de legislaturas cómodas, nos impusieron una ley electoral injusta que permitía que los partidos nacionalistas contasen con mucho más poder del que les debería haber correspondido en función de los votos obtenidos. Luego, claro, para contentar a esos cómplices, había que estar continuamente concediéndoles privilegios, derechos e inversiones que se negaban a otras comunidades, como Extremadura, por ejemplo.

Culpables son Pujol, Mas y Puigdemont. Ellos representaban y representan no al pueblo, sino a los intereses de una oligarquía de empresarios catalanes que sencillamente aspiraban a un trozo más jugoso del pastel. Ellos, con el beneplácito de los presidentes de los sucesivos gobiernos centrales, han ido encendiendo en la sociedad catalana un sentimiento nacionalista construido con medias verdades. Porque no se ha tenido ningún reparo en deformar la historia e ir creando, poco a poco, un sentimiento de victimismo que ha llevado a los catalanes a sentirse casi como la aldea de Astérix.  

Un político demuestra su incompetencia cuando su única respuesta es mandar a la policía a repartir mamporros entre los ciudadanos. Aunque en este caso (como en todos), más que de incompetencia habría que hablar de interesada manipulación. Apelar al patrioterismo es un recurso de cobardes. Voy a tardar en olvidarme de la triste imagen de decenas de jóvenes con el brazo en alto y cantando el cara al sol.

Todas las banderas simbolizan una mentira. Sin embargo, resulta doloroso comprobar lo fácil que sigue siendo que otros piensen lo que lo que los poderosos quieren que piensen.

Sólo saldremos de esto si nos sentamos a hablar. Eso sí, los que nos han metido en este embrollo tienen que marcharse de inmediato y hacerse a un lado para que personas que posean la sensatez que de la que ellos carecen traten de zurcir lo que han roto con tanta facilidad.

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